martes, 11 de noviembre de 2014

La modernización y sus efectos

La palabra clave es modernización: la producción, el consumo, el transporte y las comunicaciones transformados sin descanso, con el fin de eliminar las barreras para la circulación del capital. Marx y Engels lo explicaron célebremente en el Manifiesto comunista: «Todas las relaciones firmes y enmohecidas, con su cortejo de ideas y nociones veneradas de antiguo, se disuelven, todas las de formación reciente se hacen añejas antes de haber podido osificarse. Todo lo estamental y estable se evapora, todo lo sagrado es profanado y los hombres se ven finalmente obligados a contemplar su posición en la vida, sus relaciones mutuas, con ojos fríos». En su camino hacia el capitalismo de Estado (las llamadas Cuatro Modernizaciones impulsadas por Deng Xiaoping), la China posterior a Mao ha transfigurado su territorio a una velocidad sorprendente, con efectos traumáticos para su población. 

Con un ánimo cercano lo mismo al western que al cine de artes marciales (wuxia), Jia Zhangke eligió cuatro historias de la China contemporánea para componer un poderoso retrato de la modernización, el tema que ha orientado su filmografía desde Xiao Wu (1997). Detrás de rostros y circunstancias específicos, Un toque de pecado (2013) es una inteligente reflexión sobre el carácter sistémico de la violencia. El ánimo contemplativo de buena parte de sus filmes anteriores, sostenido en largos planos heredados lo mismo de Yasujiro Ozu que de Hou Hsiao-Hsien, ha sido sustituido en su último trabajo por un mayor sentido de la acción, una cámara que sigue a los personajes por la región de Shanxi (escenario de los primeros filmes de Jia, nacido ahí en 1970) hasta que sus actos desembocan en la violencia. El diligente montaje organiza el relato en segmentos breves, pero nunca apresurados, para colocar en situaciones límite a un minero, la empleada de un sauna, un ladrón errante y un obrero joven. 

«Esta violencia ya no es atribuible a individuos concretos y sus “malvadas” intenciones, sino que es puramente “objetiva”, sistémica, anónima», escribe Slavoj Žižek sobre las consecuencias del «movimiento autopropulsado del capital» (Sobre la violencia, 2008). Aunque Jia ha elegido mostrar la violencia sin ahorrarse detalles, en contraste con sus trabajos anteriores (donde ésta se manifiesta fuera de campo), en Un toque de pecado construye el fondo en el que se inscriben los acontecimientos: la corrupción, la prepotencia de los pudientes, la escasez de oportunidades, la imposibilidad de echar raíces. Así, por visceral que sea el resultado, la subjetividad de los actos, su aparente irracionalidad, es puesta en suspenso. Se trata de los efectos “secundarios” del proceso modernizador. 

La Tempestad, México, noviembre-diciembre de 2014

viernes, 3 de octubre de 2014

La expresión mendiga

Digamos, ya que algo debe decirse, que James Joyce cinceló una lápida. Una lápida en forma de libro. Un libro que alberga el sueño de una noche, la historia del mundo. Un libro escrito en una lengua nueva. Tiene un título. La lápida, quiero decir. Fue realizada en 1939. Ahí tienen, dijo el irlandés, y nos dejó con esa suerte de punto final entre las manos. Es un límite: por ese camino no puede llegarse más lejos. Un idioma va creándose a medida que se escribe. El inglés va distorsionándose conforme deglute vocablos de otras lenguas. Distintas historias son contadas simultáneamente.


Por el tiempo en que Joyce daba a vida a su engendro, un joven compatriota suyo arribó a París. Su nombre: Samuel Beckett. El año: 1928. Gracias a Thomas MacGreevy, compañero de la École Normale, donde era lector de inglés, el joven académico conoció a uno de los escritores más importantes de su tiempo. Del entendimiento y la admiración nació la amistad. Beckett ayudó a Joyce realizando investigaciones para el proyecto que éste traía entre manos: “Work in Progress”, el futuro Finnegans Wake. No fue su secretario, como repiten las solapas necias de algunos de sus libros. Fue un colaborador, un discípulo aventajado.

Terminemos con esto. Joyce pidió a Beckett que escribiera un ensayo acerca de su obra en curso. El resultado fue un texto a la vez pedante y exaltado: “Dante...Bruno.Vico..Joyce”, incluido en un volumen que reunía a un grupo de jóvenes entusiastas del Maestro: Our Exagmination Round His Factification for Incamination of Work in Progress (1929). La primera frase de Beckett dice: “El peligro está en la nitidez de las identificaciones”. 


Beckett abandonó Francia en 1930. Volvió a Irlanda. Pasó ahí unos años. Redactó una novela fallida: Sueño con mujeres que ni fu ni fa (1932-33), que se convirtió en un libro de relatos: Belacqua en Dublín (1934). Vivió en Inglaterra. Redactó una novela joyceana, extraordinaria: Murphy (1934-36). Vivió en Alemania. Volvió a París, de manera definitiva, en 1937. ¿Qué queda para un escritor una vez que ha decidido no ser un epígono, luego de haber conocido, desde sus entrañas, un texto límite: Finnegans Wake: la cumbre del virtuosismo: el mayor ejemplo de la “apoteosis de la palabra” encarnada por la obra de Joyce? Queda un hormigueo, cierta incomodidad. La llamada “Carta alemana”, enviada a su amigo Axel Kaun el mismo año de su regreso a Francia, es sorprendentemente explícita acerca de las reflexiones que ocupaban a Beckett una década antes de que la inflexión definitiva de su trabajo tuviera lugar: 

Realmente se está volviendo para mí cada vez más difícil, incluso sin sentido, escribir un inglés oficial. Y cada vez más mi propia lengua se me presenta como un velo que ha de rasgarse para poder acceder a las cosas (o a la Nada) detrás de ella. [...] Sólo de vez en cuando tengo el consuelo, como ahora, de pecar les guste o no en contra de una lengua extranjera, como debería encantarme hacerlo lleno de conocimiento e intención contra la mía… 

Otros pasajes de la misiva revelan lo que había vislumbrado ya: una auténtica poética: la aparición de una voz personal: esa manera que llamamos, hoy, beckettiana

¿Hay alguna razón por la que esa terrible materialidad de la superficie de la palabra no pueda ser disuelta, como por ejemplo la superficie sonora, rasgada por enormes pausas, de la Séptima sinfonía de Beethoven, de modo que a través de páginas enteras podamos percibir nada más que un sendero de sonidos suspendido a alturas vertiginosas, uniendo insondables abismos de silencio? 

Las analogías musicales no son casualidad. A Joyce le gustaba la ópera: era, se dice, un respetable barítono. Beckett no disfrutaba ese género en absoluto: prefería los sonidos instrumentales. Si la pintura se había librado de la obligación de representar a través de la abstracción y la música no dependía ya del viejo sistema tonal, la escritura abandonaría sus lastres realistas gracias a una “literatura de la despalabra”. 

En su muy notable Génesis de la poética de Samuel Beckett (1999), Laura Cerrato ubica en esa frase, como contenida en una piedra de ámbar, la definición del programa estético de Beckett: 

...un proceso lingüístico que aborda en sentido inverso la aventura de la significación, despojando al lenguaje de recursos retóricos, obligándose a un viraje hacia el menos, en cuanto expresión mínima, y hacia la intemperie del idioma menos sabido, articulando un sistema expresivo que linda con el balbuceo lúcido, donde la elementalidad sintáctica no conspira contra la riqueza y la sugerencia poética. 

Ahora yo: una apuesta por el empobrecimiento: una estética negativa que elude los lenguajes normalizados: nada de automatismos: o mejor: todos los automatismos: una escritura que devuelve la lengua a su expresión primera: el balbuceo nervioso anterior a la certidumbre de la palabra. Ahora Beckett: “voz antes fuera cuacua por todas partes luego en mí cuando termine ese jadeo sigue contándome termina de contarme invocación” (Cómo es, 1961). Lo copio como lo leo. 


Un pasaje de La última cinta de Krapp (1958) relata, en clave de ficción, el momento en que a Beckett se le reveló, sin asomo de dudas, la clase de autor que podía ser, o mejor: la clase de autor que debía ser. 

Espiritualmente un año de profundo desaliento y carestía hasta aquella memorable noche de marzo, en el extremo del muelle, bajo el ventarrón, nunca olvidarlo, cuando de repente todo se me aclaró. Finalmente la visión. [...] Lo que entonces vi de repente fue esto: que la creencia que había guiado toda mi vida, es decir... (Krapp apaga el aparato con impaciencia, adelanta la cinta, enciende de nuevo) ...grandes rocas de granito, la espuma brillando a la luz del faro y el anemómetro dando vueltas como una hélice, para mí era claro, en fin, que la oscuridad que siempre me esforcé en contener era en realidad mi más... 

1946, el año de la epifanía. Había escrito durante la guerra una novela de feroz comicidad: Watt (publicada en 1953). Se trata de un texto de transición cuya escritura se halla atravesada por una fuerte tensión lingüística: su autor estaba a punto de abandonar, aunque no para siempre, el idioma materno, el inglés, a favor del francés, el vehículo comunicativo que empleaba cotidianamente desde 1937. Estaba por ser desterrada, además, la presencia tutelar: James Joyce. 

La memorable noche de marzo ocurrió, en realidad, en un contexto más modesto: no en medio de un vendaval frente al mar embravecido sino en la recámara de su madre en Foxrock, el condado natal de Beckett, mientras éste se encontraba de visita. James Knowlson, su biógrafo más prolijo, lo aclaró en Damned to Fame (1996), un libro que, no obstante sus grandes méritos, roza peligrosamente la hagiografía. En 1987, en una entrevista, el escritor le comentó que el párrafo citado de La última cinta de Krapp podía ser completado con “querida aliada”. Mi más querida aliada. El virtuosismo verbal de estirpe joyceana dejó de ser, a partir de esa “visión”, el motor de la escritura beckettiana. La oscuridad, la impotencia, la ignorancia, la emulación del silencio: los rasgos que definirían, desde entonces, una de las obras más bellas y radicales a la que un lector puede enfrentarse. Comenzó, entonces, el proceso de despalabramiento

Un “frenesí de escritura” se instaló en Beckett entre 1946 y 1953. En esos años, el autor irlandés conquistó su autonomía estética. Abandonó el inglés para mejor empobrecerse, para maldecir, para debilitar su prosa, privarla de “estilo”, alejarla de la “poesía”. En su ensayo crítico “La pintura de los Van Velde o el mundo y el pantalón”, definió la literatura, su futura literatura, con una lucidez que ya no lo abandonaría: 

Aquí todo se mueve, nada, huye, regresa, se deshace, se rehace. Todo cesa, sin cesar. Se diría la insurrección de las moléculas, el interior de una piedra en la milésima de segundo antes de disgregarse. 

Esa desintegración de la palabra es palpable en los textos del período frenético –Primer amor y Mercier y Camier (escritas en 1946), además de Molloy, Malone muere, Esperando a Godot, El Innombrable y Textos para nada (publicados entre 1951 y 1955). La mendicidad existencial de sus personajes se ajusta a las privaciones de la prosa. Textos perforados por silencios, elocuentes en su contención. Un lenguaje que, al ser desnudado, deja a la vista, por fin, la soledad cósmica del hombre, su miseria esencial, apenas rodeada por un conjunto de objetos banales que, como las constelaciones en el firmamento, sirven de guías en la oscuridad. 


Lo digo como lo oigo: Cómo es representa un quiebre en la trayectoria literaria de Beckett. Un salto radical en el camino de la disgregación. Hasta Los días felices (1961), la nota dominante es el abismo cartesiano: mente y cuerpo incomunicados, contradiciéndose, coexistiendo en conflicto permanente. Luego de Cómo es ocurre la desmaterialización: los personajes quedan convertidos en una voz incorpórea que masculla, que imagina. El Innombrable había agotado las posibilidades del dualismo: quedaba poner la palabra al borde de su disolución. En una entrevista con Israel Shenker para The New York Times (6 de mayo de 1956) declaró: “Para algunos autores escribir se vuelve más fácil mientras más escriben. Para mí se vuelve más y más difícil. Para mí el área de posibilidades se vuelve cada vez más pequeña”. No es casual que luego de Cómo es la obra de Beckett se haya desarrollado a través de textos breves de extraordinaria densidad: Bing (1966), Aliento (1969), Sin (1969), El despoblador (1970), Yo no (1973), Compañía (1979), Mal visto mal dicho (1981), Impromptu de Ohio (1981), Rumbo a peor (1983), Sobresaltos (1988). Quien mejor los define es S.E. Gontarski: 

A lo largo de este período, Beckett logró convertir aparentes limitaciones, impasses, rechazos en triunfos estéticos. […] se propuso expurgar el “ornamento”, escribir “menos”, eliminar “todo salvo lo esencial” de su arte para destilar sus esencias y así desarrollar su propio minimalismo astringente, disecado, monocromático… 

El empobrecimiento máximo de estos últimos trabajos parece llevar la prosa a un momento arcaico de expresión. J. Rodolfo Wilcock lo vio con perspicacia al referirse a Sin: “parece sumerio, más aún, pictográfico”. Un método de sustracción, de borrado, hasta dejar sobre la página la osamenta del lenguaje. 

Al final de sus días, recostado en una cama del Hospital Pasteur, donde se recuperaba de la afasia que le había provocado un extraño padecimiento, la pérdida de equilibrio, aún antes de recobrar por completo el conocimiento, Beckett compuso un último texto, el poema “Cómo decir” (1989). Ahí, como alguien que reflexiona sobre el habla por primera vez, escribió: “cómo decir – / esto – / este esto – / esto de aquí – / todo este esto de aquí –”.


Digamos, ya que algo debe decirse, que Samuel Beckett cinceló una lápida. Una lápida en forma de textos. Textos que albergan personajes hermafroditas, cuyas voces suenan como el eco dentro de un cráneo. Textos escritos en la intemperie, nacidos de una expresión mendiga. Tiene varios títulos. La lápida, quiero decir. Fue realizada entre 1961 y 1989. Ahí tienen, dijo el irlandés, y nos dejó con esa suerte de punto final entre las manos. Es un límite: por ese camino no puede llegarse más lejos. Una voz va creándose a medida que se escribe. La voz va despalabrándose conforme busca su entonación. Una misma historia es contada, siempre.

Casa del Tiempo, México, abril de 2006

miércoles, 10 de septiembre de 2014

Utopía y redención

No hay tiempo. La frase, pronunciada por todos, no se refiere ya a un momento concreto. Destruida la continuidad de la experiencia, fragmentada nuestra atención, el devenir ha sido abolido: hay sólo esto, aquí, ahora. No hay tiempo. Sin tiempo no hay relato, y sin relato nuestro enlace con la realidad se deteriora. El magma indistinto de la comunicación termina por anegarlo todo, por instaurar un presente perenne. Franco Berardi Bifo escribe en The Uprising. On Poetry and Finance (2012): «Sólo un acto de lenguaje que escape a los automatismos técnicos del capitalismo financiero hará posible el surgimiento de una nueva forma de vida». Hay, entonces, una tarea política para la literatura del presente, en un entorno de colapsos nerviosos: la reactivación de lo sensible a través de la recuperación del tiempo. No se trata necesariamente de escribir fábulas sobre el tiempo, como llamó Ricœur a La señora Dalloway, La montaña mágica o En busca del tiempo perdido, sino de colocar esta problemática en el núcleo de la actividad del narrador. 

Desde su singularidad irreductible, Peter Handke (Griffen, 1942) ha asumido esta empresa, que podría describirse como la búsqueda del «momento de la sensación verdadera», para usar el título de uno de sus libros. A través de los años, el austriaco ha vinculado esa idea al cambio constante de las condiciones de escritura (de sus condiciones de vida). El resultado: una obra de enormes diversidad y originalidad. Cualquiera que ha leído a Handke sabe que se trata de un autor capital, pero es además un pensador en el sentido más amplio del término; ha hecho de la narración su método de conocimiento. Escribe en Ensayo sobre el cansancio (1989): «el arte de narrar como la forma de hablar más generosa y que originariamente está más libre, casi siempre, de las opiniones del que narra». 

La noche del Morava, novela de 2008 traducida ahora al castellano –por Eustaquio Barjau, su mejor intérprete–, se inscribe de manera brillante en lo que Handke ha buscado en sus libros desde finales de los ochenta: la reinvención de la epopeya. Hay, para el austriaco, un cansancio «bueno», aquel que nos desarma, que nos sustrae del hábito para permitirnos estar en presencia de las cosas, obtener una auténtica imagen. «La mirada épica», escribe en Historia del lápiz (1985), «es aquella que, en el enorme vestíbulo de la estación de trenes, permanece inmutable, y afectada por todo». Esta forma de entender la epopeya, ligada con frecuencia al viaje –un tema caro a Handke–, ha producido obras como El año que pasé en la bahía de nadie (1994) o la monumental La pérdida de la imagen o por la sierra de Gredos (2002). El escritor se ha negado a aceptar el ethos de la novela moderna: el fracaso. Sus personajes, sin embargo, no son héroes a la usanza tradicional –hoy sólo viables en la industria del entretenimiento–, no participan de la moral del triunfo sino que aspiran a romper la aparente clausura del mundo. El héroe handkeano busca «hacerse digno de habitar la Tierra». 

Novela que se ubica entre las más extensas de la bibliografía de Handke (471 páginas), La noche del Morava espera del lector una disposición específica: «un libro, el fruto de la calma y de la paciencia, el fruto del tener tiempo». El relato, que posee algunas características de las epopeyas medievales, expone el «viaje circular» de un escritor austriaco, evidente trasunto de Handke, por diversos territorios europeos. El narrador es uno de sus siete testigos –deambula en el lugar una misteriosa mujer, ocasionalmente interviene en la historia–, que escuchan su relato durante una noche, en un barco que flota en el río Morava, anclado a la orilla de un enclave serbio. El viaje transcurre en los Balcanes, así como en lugares de España, Alemania y Austria. El ex autor, como le llaman quienes lo oyen, pues lleva años sin escribir, reflexiona no sólo sobre la desintegración de Yugoslavia –un tema que ha aparecido en la obra del austriaco desde el polémico Un viaje de invierno a los ríos Danubio, Save, Morava y Drina, o justicia para Serbia (1996)–, sino sobre la soledad, la literatura o el amor. En trece capítulos de una extensión progresivamente menor, Handke organiza experiencias lo mismo reales que oníricas a través de una prosa cuya cadencia se sostiene en el uso de subordinadas, que siempre aportan sentido. 

En el inicio del segundo capítulo irrumpe el tiempo como tema, en una suerte de explicación de los procedimientos de la novela: «aquí siento, o barrunto a la vez, que él, el tiempo, el querido tiempo, está de mi parte y que yo, así que en mi narración pasan sólo cosas buenas, me muevo, no, me apoyo en él. Y esto, me parece, hace que en el tiempo de la narración, a diferencia de lo que ocurre en el tiempo del cómputo […], en vez de fechas dadas de antemano, prescritas, se ofrezcan formas, o simplemente fórmulas del tiempo con cuya ayuda puedo jugar, sí, saltar, sí, investigar y olvidar el tiempo que está en vigor». Los hechos, narrados de forma autorreflexiva, comprimiendo y dilatando el tiempo de todas las formas imaginables, se evaporan, sorpresivamente, en las últimas páginas. ¿Fue un sueño? O ¿es el modo en que Handke nos dice que el recuento de una vida es necesariamente una confesión en clave, el reconocimiento de una culpa? Las claves autobiográficas están por todas partes en este libro extraordinario y desconcertante, que hace de la literatura un ejercicio de utopía y redención. 

La Tempestad, México, septiembre-octubre de 2014

Formas del desconcierto

«Me ganaba la vida únicamente con el trabajo de mis manos», escribe Thoreau en el inicio de Walden, cuando rememora sus días en una cabaña construida por él a orillas del lago con ese nombre, en Massachussetts. La frase, leída al borde de una alberca en una escena de Color contracorriente (Upstream Color, 2013), adquiere peso en voz de Shane Carruth (Myrtle Beach, EEUU, 1972): director, guionista, actor, productor, compositor de la banda sonora, editor y camarógrafo de dos largometrajes que, tanto por sus medios de producción como por su modo de entender el relato audiovisual, proponen otra manera de hacer cine en la fábrica del imaginario global. 

Dos filmes, separados por nueve años de distancia, han bastado para situar a Carruth como una de las miradas cinemáticas más singulares de este siglo. Se trata de relatos arduos, rigurosos, donde se construye la posibilidad de un nuevo cine de ideas y, paralelamente, se ensayan sus formas. El espectador de Primer (2004) y Color contracorriente (su título comercial es engañoso: Los colores del destino) recibe por todo premio el desconcierto. A la par de sugerentes experiencias sensibles, son películas-enigma, ficciones con un sustrato científico que oscurecen sus claves para estimular interpretaciones. Después de todo, Carruth se formó como matemático y trabajó en el desarrollo de simuladores de vuelo. 

Aunque sus trabajos se inscriben en la ciencia ficción, lo que supone ciertos procedimientos, el cine de Carruth es poderosamente personal. Contra las cintas que plantean temas complejos con estructuras narrativas simplificadas –para cumplir la exigencia mercantil de comunicabilidad–, Primer y Color contracorriente piden al espectador una disposición específica. La segunda cinta, concretamente, convierte el visionado en una suerte de lectura multisensorial, donde los sonidos son tan significativos como las imágenes, en tanto los componentes del filme –las transiciones, por ejemplo– presentan distintos grados de interacción entre ellos. 

Célebre por su bajo presupuesto, Primer narra las tribulaciones de un par de ingenieros que, al construir un dispositivo que reduce el peso de los objetos, inventan accidentalmente una máquina del tiempo. La película es, ante todo, un desafío intelectual: la austera puesta en imágenes, donde se aprecia la precisa técnica de montaje del debutante, entreteje bucles temporales que llevan la trama al borde de lo ininteligible. La lectura política se impone: lo primero que Aaron (Carruth) y Abe (David Sullivan) hacen con su descubrimiento es explotar el mercado bursátil. El dinero aparece en sus vidas, y con él los dilemas morales –llevados a la textura del filme de 16 mm a través de filtros de color. La incapacidad de asimilar la nueva estructura de la realidad corroe el vínculo entre ambos. Carentes del menor asomo de espectacularidad, los viajes en el tiempo nunca antes fueron tan sobrios, tan íntimos. 

Si en Primer la irrupción del dinero disuelve el tejido de la amistad, en Color contracorriente se plantea la necesidad de reconstruir los vínculos. Kris (Amy Seimetz) y Jeff (Carruth) son personas quebradas en sentido dual, económica y emocionalmente. Ambos han experimentado un suceso traumático del que no tienen memoria: la inoculación de un gusano que permitió a un ladrón manipular su voluntad, sometiéndolos además al extraño ejercicio de copiar páginas de Walden. ¿Una forma de convencerlos de que lo mejor es una vida austera, sin pertenencias? Cuando hace tomar agua a Kris, las palabras del ladrón aluden al consumo como adicción: «Cada trago es mejor que el anterior, lo que te deja con el deseo de uno más». Carruth explora la dualidad del libro de Thoreau: por un lado, la defensa radical de la libertad individual (el mantra de la economía de mercado); por el otro, la construcción de una sociedad en comunión con el entorno, entregada a la felicidad. 

Despojados de sus posesiones, Kris y Jeff ven fracturada su identidad. El montaje de la cinta compone esa crisis: una visión fragmentaria que encadena planos de enorme riqueza sensorial, con un aire del estilo tardío de Malick, pero que no sucumben a su preciosismo trascendentalista. Aislados, quebrados, la mujer y el hombre se encuentran. Todo comienza a adquirir sentido a partir de entonces: surge una memoria común (¿metáfora del cine?), «una nueva experiencia del mundo desde el punto de vista de los Dos» (Badiou). Kris se libra del misterioso artista sonoro que, mientras se dedica a la crianza de cerdos –dobles animales de quienes fueron precarizados–, parece controlar sus vidas. La pareja distribuye copias de Walden entre aquellos que han sido sometidos: nace una comunidad, conciliada con su ser “natural”, acaso la que Thoreau imaginó al hablar de los aborígenes australianos: «¿No sería posible combinar la robustez de estos salvajes con la condición intelectual del hombre civilizado?». «El sol no es sino una estrella de la mañana», escribió el ensayista en la última línea del libro, y como tal se alza en el cielo de Color contracorriente

La Tempestad, México, marzo-abril de 2014

miércoles, 19 de marzo de 2014

Apuntes sobre el cine de Cronenberg

Se lee en alguna parte: película de culto. A cerca de cuatro décadas de su estreno, Parásitos asesinos (Shivers, 1975) ofrece poco, en realidad. Es, sobre todo, una curiosidad. Se perciben las primeras obsesiones de David Cronenberg, que aún no afinaba su mirada. El título con el que la cinta se estrenó en Estados Unidos es elocuente: They Came from Within. El terror viene de adentro, del cuerpo. Su medio es la ciencia. En Parásitos asesinos el doctor Emil Hobbes (Fred Doederlin) está convencido de que la humanidad ha abandonado sus instintos, reprimidos por la racionalidad. Para remediarlo, experimenta con parásitos que, materializados en órganos autónomos, detonan deseos sexuales irrefrenables. Evidentemente, las cosas se salen de control. Todo ocurre en un edificio moderno, una suerte de ciudad vertical exenta en el paisaje. Una utopía médico-social, tal vez la crítica de un nativo de Toronto al separatismo quebequense. ¿El parásito como materialización de la economía libidinal del nacionalismo? Un órgano sin cuerpo, que amenaza con extenderse al resto de la sociedad, si los zombis que produce logran abandonar el complejo. Interesante alegoría, filme limitado: la apuesta por renovar los códigos del cine de terror se ve negada por la impericia técnica. 


La ciencia como discurso fallido, que destruye aquello que pretende solucionar, ya estaba presente en dos mediometrajes semiprofesionales de Cronenberg, Stereo (1969) y Crimes of the Future (1970), además de Parásitos asesinos, pero en Rabia (Rabid, 1977) ­ el canadiense da un paso adelante: los experimentos alcanzan la urbe y sus habitantes. Todo comienza, una vez más, en un edificio aislado, moderno para más señas. Se trata de una clínica de cirugía plástica, frente a la cual tiene lugar un (torpe) accidente de moto. Así, Rose, interpretada por la actriz porno Marilyn Chambers, será hospitalizada. También aquí el problema es la medicina, la ciencia, las innovaciones que arrojan resultados indeseados. Un injerto en la piel, a través de cirugía experimental, termina produciendo debajo de la axila de Rose una cavidad vaginal de la que emerge un cuerpo fálico, un aguijón que succiona sangre. Las víctimas –que esperan favores sexuales– se transforman en zombis rabiosos, sedientos. El fantasma del sida en el aire. El subtexto, tanto en Parásitos asesinos como en Rabia: la promiscuidad como reacción a las formas represivas de la moral suburbana. Y, como consecuencia, cuerpos cuyos límites dejan de ser claros, y cuya interacción extiende epidemias. De ahí que, por aquellos años, Cronenberg fuera apodado el “rey del horror venéreo”


La película de Cronenberg que nadie vio: Fast Company (1979). Existe porque el director necesitaba el trabajo, requería el dinero. Había terminado el guion de El engendro del diablo, pero no conseguía el financiamiento para volcarlo en imágenes. El naciente “rey del horror venéreo” hizo un paréntesis, una cinta sobre una compañía de carreras de autos. Una anomalía en una filmografía sobre lo anómalo. Hay automóviles, aún no integrados cuasi orgánicamente a los hombres. Hay algo de sexo, que no inquieta mayormente (si bien contiene un momento interesante, adelanto de futuras visiones: aceite de motor derramado en unos senos). Hay, también, una explosión, donde muere el villano de la película. Porque Fast Company es una lucha entre buenos y malos, una especie de western deslavado que sustituye los caballos por los autos. Un serie B decente que permitió a Cronenberg seguir afinando su mirada. Por primera vez –alguna virtud tiene Fast Company– se percibe cierto pulso, cierta manera de operar la cámara (ya está Mark Irwin detrás de ella). Una forma austera, sigilosa, de poner ante el lente lo que se quiere mostrar. Los mejores momentos operan en el marco documental (el registro de carreras reales) y se entrelazan con la historia de pilotos heroicos, empresarios abusivos y las chicas que los rodean. Las imágenes, al fin, se suceden rítmicamente (Ronald Sanders será, desde entonces, el editor), con un coherente diseño de producción como fondo (Carol Spier es la encargada). 

 * 

En El engendro del diablo (The Brood, 1979) aparece un director, dueño de un mundo y de recursos formales para ponerlo en imágenes. El vínculo entre la mente y la carne es, aquí, total –y anticartesiano–: cierto tipo de terapia experimental, llamada psicoplásmica, convierte los temores en entidades físicas. Su inventor, el doctor Hal Raglan (Oliver Reed), lo expone en su libro The Shape of Rage, que podría ser el nombre de la película: La forma de la ira. A pesar de sus marcas de época, El engendro del diablo ha resistido bien el paso de los años, pues en el fondo no es más que un drama familiar, extremado hasta el horror. (Es la cara oscura de otra película del mismo año: Kramer contra Kramer.) Se trata de la separación de una pareja, con una hija pequeña en el medio. La mujer, Nola (Samantha Eggar) –moldeada, según se dice, a partir de una ex esposa de Cronenberg–, es la paciente dilecta del doctor Raglan. Como producto de su formalización de la ira, ha nacido una manada de niños mutantes que aniquilan a todo aquel que le ha inflingido algún tipo de dolor. Filmada con una solvencia que ya no abandonará a su autor, El engendro del diablo sintetizó espléndidamente los intereses del primer Cronenberg, anticipados con torpeza en Parásitos asesinos y Rabia. Las imágenes son acompañadas por la música de quien mejor entiende, en términos sonoros, el universo del canadiense: su compatriota Howard Shore. Todo en El engendro del diablo es ominoso: la idea de que los sentimientos reprimidos desemboca en cáncer tiene aquí una de las materializaciones más brutales que puedan verse en pantalla. Al terminar la década de los setenta, Cronenberg estaba listo para ser Cronenberg. 


La secuencia tiene un aire teatral. Se trata de una conferencia de prensa. ¿O es una demostración? Dispersos en un auditorio de asientos rojos, los espectadores atestiguarán la existencia de telépatas. Se pide a un sujeto, aparentemente sorprendido, que suba al estrado. Se le solicita que piense en algo específico, algo que no viole la seguridad de su organización, quizás algo personal. Pero los espectadores –dentro y fuera del filme– sabemos, al mirar el rostro tenso del telépata, que algo se sale de control: en este duelo mental, el voluntario muestra un obsceno rictus de placer. Pronto, cuando la cabeza estalle con gran estruendo, sabremos que Cronenberg ha abandonado los parásitos, las infecciones, los zombis: el asunto, ahora, es la colonización de las mentes. Como en El engendro del diablo –que  comienza también con una escena teatral–, en Telépatas: mentes destructoras (Scanners, 1981) los horrores del cuerpo o de la mente se presentan a partir del principio de transparencia sintáctica. Cronenberg piensa que las experiencias extremas piden ser mostradas sin excesos retóricos, de ahí la funcionalidad del relato, sostenido en un uso maestro de la elipsis, que el montaje de Ronald Sanders convierte en principio compositivo. Telépatas, por cierto, es otra aterradora perspectiva de un experimento que sale mal. Durante el período de gestación, ciertas mujeres son inoculadas con Ephemerol, medicamento que hace de sus hijos mutantes con poderes telepáticos. El problema, como siempre, es que algunos scanners, en la edad adulta, tienen ambiciones. Después de todo, ¿qué es esta conexión entre sistemas nerviosos sino un comentario sobre el poder de la ideología en el cuerpo social? Darryl Revok (un poderoso Michael Ironside) encarna la voluntad de dominio. 


«Las sociedades siempre fueron remodeladas mucho más por la naturaleza de los medios con que se comunicaban los hombres que por el contenido de la comunicación», escribió Marshall McLuhan, un pensador menos inocente de lo que se pretende. Si atendemos a sus ideas, hoy nos encontramos en una etapa videoelectrónica, donde la imprenta ha perdido poder a favor de los nuevos medios, esencialmente la televisión y, como de algún modo anticipó, Internet. En ese sentido, Cuerpos invadidos (Videodrome, 1982) es la gran obra cinemática sobre el surgimiento de la generación postalfabética… en clave de pesadilla. El programa de videos snuff que da nombre a la película produce, sin mayores explicaciones, un tumor cerebral que hace de la realidad un paisaje alucinatorio, gobernado por una tecnología erotizada. La imaginería que vemos en pantalla proviene de la mente de Max Renn (James Woods), cuyo punto de vista es adoptado por el filme. La explicación de su padecimiento la tiene Brian O’Blivion (Jack Creley), un científico desaparecido que se comunica a través de videos, que sólo existe en los videos. ¿Cómo no ver, en ese profesor cuyo apellido alude no tanto al olvido como a la inconsciencia, al mismísimo compatriota de Cronenberg, el profesor McLuhan, que para más señas padeció un tumor cerebral? El director canadiense entendió, con enorme lucidez, que en el capitalismo la libido, articulada por tecnologías, ha sido reducida a mera pulsión. Y esa energía va a parar, irremediablemente, al consumo. En este caso, de imágenes. En la era videoelectrónica y celular-conectiva (los términos son de Franco Berardi Bifo) todo está orientado a la destrucción de la singularidad del deseo: se construye, así, un deseo masivo, genérico. La «nueva carne», fusión orgánica de cuerpo y máquina que trasciende al previsible ciborg, altera la percepción hasta el punto en que no se trata de una confusión entre realidad y fantasía, sino de la construcción de una realidad enteramente nueva: aquella producida por el paisaje mediático. «La pantalla de televisión es la retina del ojo de la mente», explica el doctor O’Blivion. 


Aunque el carácter visionario del cine de Cronenberg era evidente en los primeros años ochenta, el canadiense creyó necesario añadir a su filmografía una pieza capaz de abrirle un espacio en la industria, con la idea de garantizar la viabilidad de sus proyectos futuros. De ahí que, en su primera producción estadounidense, decidiera rodar una adaptación de La zona muerta, novela de Stephen King que captura, explícitamente, los temores de la Guerra Fría. Zona muerta (The Dead Zone, 1983) es un thriller que, a pesar de sus elegantes secuencias, se ubica entre los filmes menores de su autor. Y, sin embargo, permite confirmar el tema medular del cine de Cronenberg: la libido y sus fantasmas. ¿Qué ocurre cuando Johnny Smith (Christopher Walken) se niega a pasar a la casa de su prometida, pues prefiere esperar el «momento indicado» para el coito? Ocurre que ese momento queda en suspenso indefinidamente, pues un accidente automovilístico lo dejará en coma por un lustro. Despertará, sin embargo, transformado en vidente: a partir de ahora podrá ver lo que ocurre en otros lugares, reconstruir el pasado y anticipar el futuro. (Mientras tanto Sarah, su antigua novia, se ha casado con otro.) La trama de Zona muerta, un tanto previsible, delata las ansiedades de la Guerra Fría cuando Johnny da la mano a Greg Stillson (Martin Sheen), un político en franco despegue que, de llegar a la presidencia de los Estados Unidos, tendrá como misión exclusiva desatar el apocalipsis nuclear. Será necesario detenerlo. Lo importante, sin embargo, es la figura del personaje principal. Como antes los telépatas o aquellos que, a causa de la irrupción videoelectrónica, albergan un tumor en el cerebro, Smith encarna a la perfección al personaje cronenberguiano: el solitario cuya alteración perceptual le permite ver la realidad ajeno a toda convención nacida de la “normalidad”. 


Sobre La mosca (The Fly, 1986) se han escrito muchas cosas, pero no suele señalarse que es uno de los grandes filmes sobre los celos. Después de todo, ¿qué lleva a Seth Brundle (Jeff Goldblum) a utilizar su dispositivo de teleportación cuando el invento aún se encuentra en etapa de desarrollo? Brundle, que un tiempo después se llamará a sí mismo Brundlefly, pierde la cabeza en un arranque de celos que involucra alcohol. Veronica (Geena Davis) abandona la vivienda-laboratorio para aclarar ciertas cuestiones con un amante anterior, para iniciar la nueva relación sin resabios del pasado, pero el científico, un solitario vulnerado por el amor, no puede tolerarlo. Su teleportación impulsiva lo fundirá con una mosca alojada silenciosamente en el dispositivo. El resto es una acelerada metamorfosis. Con un presupuesto a la altura de sus necesidades, Cronenberg volvió a los efectos especiales para mostrar el desarrollo de una enfermedad sin ahorrarse los detalles: vemos a Brundlefly perder uñas y dientes, alimentarse a través de una secreción disolvente y, finalmente, fundirse con su propia invención para arrastrarse por el suelo como innombrable hombre-mosca-máquina. En el transcurso, mientras atestigua su caída (y toda caída es un momento de lucidez), esboza lo que podría entenderse como el núcleo político del cine de Cronenberg: «¿Alguna vez has oído de la política del insecto? Yo tampoco. Los insectos no tienen política. Son muy brutales. Sin compasión, sin concesiones. No se puede confiar en el insecto. Me gustaría convertirme en el primer político insecto». Se trata de una política de la alteridad, del hombre como posibilidad y no como esencia. La política del insecto es potencialmente emancipatoria: «Mi idea es que tal vez algunas enfermedades, que son percibidas como algo que destruye a una máquina de buen funcionamiento, de hecho la convierten en algo distinto, y tenemos que descubrir qué hace la máquina ahora. En lugar de tener una máquina defectuosa tenemos una máquina funcionando con precisión, simplemente con un propósito distinto». El futuro será de los mutantes. 


Para un cineasta que tiene al cuerpo como asunto medular, Extrañas relaciones (Dead Ringers, 1988) representó un paso casi natural. La mosca, reflexión sobre la “política del insecto”, habla en última instancia de la condición abierta, dúctil, de lo humano. Su sucesora retoma una preocupación constante en Cronenberg: las paradojas del discurso científico, esencialmente en su faceta médica. El cineasta parece creer que la racionalidad, en sus momentos de plenitud, va siempre acompañada de formas de perversidad. Esta dicotomía es puesta en imágenes a través de los gemelos Mantle, que, interpretados por Jeremy Irons, son expertos en la reproducción de nuestra especie. Ginecólogos brillantes, Elliot y Beverly Mantle –inspirados en el caso real de Stewart y Cyril Mantus– se reparten tareas: el primero es el publirrelacionista, la cara del dueto ante la sociedad; el segundo es el genio, el tímido. Elliot seduce mujeres que, después, sin saberlo, pasan a manos de Beverly… hasta que aparece Claire (Geneviève Bujold), una actriz que rompe el delicado equilibrio entre los hermanos. El amor (y los celos consecuentes) produce, una vez más, transformaciones. Beverly se enamora de Claire, infértil por una mutación (un cuello uterino trifurcado) y, ayudado por fármacos, habita delirios de los que resultan la invención de perturbadores instrumentos ginecológicos y cirugías de carácter ritual. Para el médico, todas las mujeres son ahora mutantes, y en su espiral descendiente terminará arrastrando a Elliot. Extrañas relaciones, donde Peter Suschitzky se incorpora como fotógrafo, explora, para cuestionarlas, diversas dualidades: masculino-femenino, público-privado, cuerpo-mente. Los gemelos Mantle operan como el personaje típico de su autor, el solitario de percepción alterada, que ahora se desdobla para formar un triángulo que desestabiliza las identidades. Película de madurez, el noveno largometraje de Cronenberg prescinde del gore –si bien no enteramente– pero no del horror, cada vez más íntimo.
 


¿Filmar El almuerzo desnudo (1959) de William Burroughs, una novela fragmentaria, no lineal, escrita por su autor en un momento de severa adicción a las drogas? El resultado, estrenado en 1991, luego de una década de trabajo en el guion, es una de las cintas más convincentes de David Cronenberg. En el fondo está el libro, la escritura del libro, pero otros textos de Burroughs (algunos autobiográficos) son incorporados. Se trata de una lectura fílmica antes que de una adaptación. Una lectura que permitió al canadiense vincular su formación (la literatura) a su práctica (el cine) a través de un relato que conecta con otros de sus filmes (Cuerpos invadidos, entre los anteriores; eXistenZ, entre los posteriores) al explorar mundos paralelos, que nacen de la alteración de los sentidos. En este caso, del uso de psicotrópicos (un insecticida ficticio). Insistamos: en El almuerzo desnudo (The Naked Lunch) es evidente que Cronenberg es el narrador de las manifestaciones de la libido. Aquí, con relación a la escritura, o a la creación en un sentido más amplio. Suschitzky resuelve con maestría el principal reto formal de la película: los efectos especiales y la naturaleza del relato exigían una transparencia visual que no debía confundirse con desdén compositivo. Las secuencias son construidas con discretos desplazamientos de cámara, que registran los mundos habitados por William Lee (Peter Weller). Las pulsiones libidinales son convertidas en formas orgánicas, como el inquietante cuerpo trunco que se posa sobre el escritor y Joan Frost (Judy Davis), parcialmente humano, parcialmente insecto: la laminilla lacaniana, el puro instinto de vida, irreprimible. El almuerzo desnudo, donde Howard Shore y Ornette Coleman ofrecen una banda sonora a la altura del delirio esquizoide, es una lograda pieza de la segunda etapa del cine de Cronenberg, donde se empeñó en crear un territorio ficcional que posee diversos puntos de contacto con la Interzona de Burroughs. Aquí la nueva carne no surge del encuentro con la tecnología, sino del uso de sustancias que modifican la percepción. El almuerzo desnudo es, por lo demás, una pieza melancólica: en la pantalla, Bill Lee es más un alter ego de Cronenberg que de Burroughs. Es el escritor que no pudo o no quiso ser. 


Cada tanto, David Cronenberg produce una película desconcertante, con relación a su propia filmografía. Se ha hablado ya de Fast Company y de Zona muerta, pero a estos filmes debe añadirse M. Butterfly (1993). ¿Qué pretendía el canadiense con la adaptación de la pieza teatral de David Henry Hwang? Acaso obtener un modesto éxito en taquilla, amparado en ciertos temas que por aquellos días flotaban en el aire. La historia de René Gallimard, un homosexual reprimido que encuentra en un cantante de ópera travesti el vehículo para salir del armario, tiene puntos de contacto con los intereses de Cronenberg, si se trata de enmarcar a M. Butterfly en su obra: una identidad (sexual) difusa y un hombre cuyas obsesiones terminan por aislarlo del entorno. El tono operístico, que la partitura de Howard Shore se encarga de acentuar, otorga a los ambientes un carácter paradójicamente artificial, tratándose de locaciones en diversas ciudades. Un año antes Neil Jordan había estrenado Juego de lágrimas, lo que invita a pensar (muchos han escrito al respecto) la relación entre estas películas: historias de amor que cuestionan la identidad de género. Como en otras cintas de Cronenberg (La mosca, Extrañas relaciones), el amor trastoca las certidumbres. Aquí permite a Gallimard asumirse, si bien no de forma frontal, como gay. El problema no es puramente sexual: revela, además, la ansiedad colonialista (el personaje interpretado por Jeremy Irons es un diplomático francés en China, en los tiempos de la Revolución) del hombre blanco que se abre al otro. Material idóneo para estudios de género, en tanto filme M. Butterfly es un ejercicio deslucido. Este Cronenberg deslavado, por fortuna, desaparecería en el siguiente proyecto. 


J.G. Ballard y Cronenberg debían, en algún momento, encontrarse. Narradores visionarios, han entendido que, a finales de los años setenta, nuestra especie mutó. Para decirlo con Franco Berardi Bifo, nació la primera generación videoelectrónica. Y, con ella, el paisaje humano fue transformado, con la velocidad y la simultaneidad como elementos rectores. La consecuencia, prevista por McLuhan: el universo crítico fue suplantado por el neomítico. Esa constatación, que Ballard y Cronenberg llevan a sus relatos de forma idiosincrásica, explica que Crash (1973), la novela del primero, llegara a la pantalla de la mano del segundo en 1996 (en México, como Extraños placeres). Después de todo, ¿qué sentido puede tener arriesgar la vida en un choque automovilístico? Son numerosos los accidentes motorizados en los filmes del canadiense, pero aquí poseen un carácter distinto. De lo que trata un choque es de parar. De detener abruptamente el curso de las cosas. Arriesgar para ganarlo todo: el tiempo, pues ya no lo hay; el dolor, pues hemos sido insensibilizados. La máquina como extensión del cuerpo y, también, como su metáfora en tiempos de capitalismo multinacional. El mundo que descubre James Ballard (James Spader), un director de comerciales –yuppie con sed de experiencias extremas, como su mujer, Catherine (Deborah Kara Unger)–, es la pesadilla de la moral de la producción y la eficiencia: una erótica de la destrucción, de la violencia, del puro gasto. La libido se vincula al riesgo, a aquello que transgrede las normas del mundo administrado. El deseo se liga a las modificaciones del cuerpo producidas por el automóvil: ciertas cicatrices semejan vaginas. Cronenberg alcanza una de sus cumbres en un filme que captura de modo notable aspectos específicos de la condición posmoderna. Con un pulso que resiste la pérdida de control de lo que vemos, la cámara registra las superficies de las máquinas como si fueran prolongaciones de la piel, las cicatrices que testimonian el choque de los cuerpos con lo real. 


La nueva carne debía, en algún momento, recibir un tratamiento final. En ese sentido, eXistenZ (1999) es una prolongación de Cuerpos invadidos. Si en los ochenta era la televisión –y sus eróticas formas de volverse carne– lo que abría una nueva realidad, un paisaje mediático, en el umbral del siglo XXI estaba claro que las posibilidades se ampliaban gracias a la evolución de los videojuegos. Aquí el carácter orgánico de la tecnología es un principio narrativo: los aparatos se conectan al sistema nervioso a través de biopuertos, receptáculos que llevan la información directamente a la médula espinal. Cronenberg construye el relato en distintos planos de realidad, como ocurrió paralelamente en películas del mismo año como The Matrix (hermanos Wachowski) o, después, en la cinta animada Paprika (Kon, 2006) o en El origen (Nolan, 2010). De lo que se trata, entonces, es de un creciente interés en la virtualidad. Pero recordemos, con Deleuze, que lo virtual no se opone a lo real, sino a lo existente en términos materiales. Las consecuencias de lo virtual son reales. Como ha escrito Mark Fisher, eXistenZ se distingue de las otras películas mencionadas en que la simulación no se halla en el plano de la realidad, sino de la subjetividad. La película trasciende el asunto de la “realidad virtual”, entonces de moda, para trasladar su exploración a “la realidad de lo virtual”, como la llama Žižek. Luego de una serie de adaptaciones de textos ajenos, eXistenZ representa el regreso de Cronenberg a la escritura de un guion original. De ahí que sus estilemas aparezcan rápidamente en la pantalla, casi a manera de pastiches. Pero su valor central reside en su condición de reloj que se adelanta (como pedía Kafka a la literatura): detrás del mundo de los videojuegos que conocemos por Ted Pikul (Jude Law) y Allegra Geller (Jennifer Jason Leigh), con una fotografía que borra cualquier asomo de alegre cromatismo, está la realidad del trabajo inmaterial. Programadores de juegos habitan cabañas regadas en el territorio, colaborando en la producción del imaginario global. Si directores como Gus Van Sant han usado la estética del videojuego para explorar la mente de la generación videoelectrónica, Cronenberg se detiene en su producción para mostrar las condiciones laborales del capitalismo avanzado. eXistenZ es el cierre de una etapa en la filmografía de su autor. 


Spider (2002) representa un momento de depuración conceptual y formal. A partir de este filme David Cronenberg se concentrará, con recursos técnicos cada vez más clásicos, en las alteraciones de la psique producidas no por experiencias tecnológicas o farmacológicas, sino por decisiones y circunstancias vitales. La raíz existencialista del pensamiento fílmico cronenberguiano se muestra con absoluta transparencia en esta adaptación de la novela de Patrick McGrath, realizada por el propio escritor. Ralph Fiennes moldea a la perfección a Dennis “Spider” Clegg, esquizofrénico al que se busca reincorporar a la sociedad en una pensión para enfermos mentales. La narración avanza con maestría: el paisaje marginal londinense va activando en Spider –pleno de tics beckettianos– recuerdos de la infancia que permiten reconstruir su historia, la historia de un niño que, al descubrir la sexualidad de su madre (Miranda Richardson), teje una ficción en la que el padre (Gabriel Byrne) la asesina para sustituirla por una golfa. La madre, transfigurada en puta, se convierte para Spider en el enemigo. Si bien, como se dijo, la película abre nuevas búsquedas en el trabajo del canadiense, Spider es un personaje cronenberguiano sin fisuras: un solitario que se extravía en el laberinto de la conciencia. Película sobre la alienación del hombre moderno, a la manera de textos y filmes clásicos de la primera mitad del siglo XX, Spider es el trabajo de un director que gobierna su arte con autoridad. Los elegantes travellings y el meticuloso diseño de producción de Andrew Sanders (que ocupa, aquí, el lugar de Carol Spier) anuncian a un Cronenberg que ha dejado la nueva carne para concentrarse en los resortes más íntimos del comportamiento humano. Spider –Clegg suena como cleg, tábano– y los filmes que le sucedieron son, de algún modo, nuevas aristas de la política del insecto.

Ciclo inconcluso, publicado por entregas en la web de 
La Tempestad, diciembre de 2012 – febrero de 2013

miércoles, 19 de febrero de 2014

Un referente (casi) secreto

La posición que ocupa Héctor Manjarrez (México DF, 1945) en la literatura mexicana es cuando menos enigmática. Ha escrito algunas de las mejores narraciones de las últimas cuatro décadas –sus novelas breves Rainey, el asesino (2002) y La maldita pintura (2004) son sencillamente maestras–, pero su posición en el canon local dista de ser central. Hay algo ciertamente esquivo en su prosa, una ductilidad concentrada en borrar las marcas de un estilo sedimentado. 

La trayectoria de Manjarrez se halla marcada por el cuento. Su primer libro fue la colección Acto propiciatorio, de 1970. Trece años después publicó No todos los hombres son románticos. Trece años después dio a imprenta Ya casi no tengo rostro. Diecisiete años después ha completado un nuevo volumen de prosas narrativas, Anoche dormí en la montaña. El cuarteto permite seguir la evolución estilística de su autor –respetuoso, mas no siervo, de la tradición del género–, pero también identificar sus temas centrales: por un lado, la educación sentimental de los latinoamericanos que, en los sesenta, creyeron en la revolución de las sociedades y de los cuerpos; por el otro, la siempre renovada fascinación por las mujeres, auténtico tema de estudio. El autor de imaginería juvenil y prosa esforzada de Acto propiciatorio se convirtió con los años en el dueño de una escritura ligera, ágil, sacudida puntualmente por hallazgos abrasivos, como ha visto Christopher Domínguez, su lector más consistente. Anoche dormí en la montaña está escrito con el estilo maduro de Manjarrez, donde la ironía no está reñida con la ternura, si bien los personajes parecen estar ahí para recordarnos que, a fin de cuentas, todos somos un poco ridículos. 

Organizados en cuatro apartados, los doce cuentos son, en más de un sentido, una suma de los intereses manjarrecianos: “Infidelidad” contiene dos nuevas incursiones en el mundo de la pareja; “Polis” aporta tres miradas a la vez nostálgicas y desencantadas de los viejos tiempos de la esperanza (“Una pura y dura” puede leerse como un ajuste de cuentas con “Nicaragua”, el relato menos logrado de No todos los hombres son románticos); las seis piezas de “Anoche dormí en la montaña” forman una suerte de nouvelle donde reaparece Concha Retama, la protagonista de El otro amor de su vida (1999); cierra el volumen “Antaño”, con el cuento “Amelia”, una viñeta más bien cursi. Ya casi no tengo rostro sigue siendo la cumbre del arte cuentístico de Manjarrez, pero su nueva colección nos recuerda que estamos ante una de las voces indispensables de la literatura mexicana contemporánea, insuperable a la hora de construir personajes a partir de las inflexiones del habla. 

La Tempestad, México, enero-febrero de 2014

jueves, 16 de enero de 2014

Apocalipsis mexicanos

En Las semillas del tiempo (1994), Fredric Jameson se lamenta: «hoy día nos resulta más fácil imaginar el total deterioro de la Tierra y de la naturaleza que el derrumbe del capitalismo; puede que esto se deba a alguna debilidad de nuestra imaginación». Estudioso de los impulsos utópicos, el crítico marxista debió haberse preguntado, antes: ¿es posible, en las condiciones históricas actuales, imaginar un futuro cargado de promesas? Franco Berardi Bifo ofrece una respuesta contundente en After the Future (2011): No. 

En 1972 el informe Los límites del crecimiento, de Donella Meadows, anunció: «si el actual incremento de la población mundial, la industrialización, la contaminación, la producción de alimentos y la explotación de los recursos naturales se mantiene sin variación, alcanzará los límites absolutos de crecimiento en la Tierra durante los próximos cien años». Según la última actualización de ese texto (2012), ese momento ya llegó. No habrá más crecimiento. Es decir: no hay futuro, no como lo entendíamos. Queda, en cambio, un presente expansivo, donde también la energía psíquica está al borde del colapso: «en el comienzo del siglo XXI, la distopía ocupó el centro del escenario y conquistó por entero el campo de la imaginación artística», escribe Berardi. 

México se ha convertido en un observatorio privilegiado del desastre también conocido como capitalismo avanzado. En el país el sistema muestra, ya sin máscaras, su carácter criminal, en su faceta splatter. No sorprende, entonces, que en los últimos meses hayan aparecido cuatro novelas donde, más allá de las diferencias estilísticas o discursivas, sus autores plantean escenarios sombríos, con la violencia como fondo. 

Con una prosa cercana a la letanía, Tu materia son los huesos (Libros Magenta), de Andrés Téllez Parra (México DF, 1979), compone una geografía de lamentaciones. De inspiración bíblica, como anticipa el epígrafe, la nouvelle propone una suerte de infierno dantesco donde el guía Virgilio es sustituido por Ezequiel, el profeta. Los capítulos presentan territorios habitados por condenados, desiertos sin tiempo donde, no obstante, se imponen visiones del presente. No se trata del norte ni del narco, sino de una región en ruinas poblada por cuerpos y voces que reclaman ser nombrados. 

El mundo apocalíptico (en el sentido de «retirar el velo» a través de la catástrofe) de Tu materia son los huesos puede asociarse a la Violencia, el acontecimiento que redujo a escombros la ciudad habitada por el Fino, protagonista de No tendrás rostro (Tusquets). En su quinta novela, primera parte de una trilogía, David Miklos (San Antonio, EEUU, 1970) construye con sutil lirismo un espacio de comunidades dispersas, donde la sociedad como conjunto ha desaparecido. En una playa, a pesar de todo, surge en una pareja la necesidad de reconstruir un ritual, el matrimonio. Esto da pie a un viaje de regreso a la ciudad, donde presenciamos –ecos de McCarthy– un mundo al borde de ser inviable para la vida. A la prosa de Miklos, plena de imágenes, cada día más reconocible, le bastan unos trazos para construir un paisaje íntegro. 

La Casa de K (Mondadori) confirma a Héctor Toledano (México DF, 1962) como un hábil tejedor de distopías urbanas. Si en la espléndida Las puertas del reino (2005) imaginó una ciudad de México devuelta a su condición lacustre por obra, también en este caso, de una violencia de características difusas, en su segunda novela describe, con inflexiones de humor desencantado –aires de Ibergüengoitia, como ha visto Miklos–, un país donde el poder político y el crimen organizado no tienen ya que fingir diferencias. Con una escritura precisa, que alterna la epifanía y el costumbrismo, Toledano presenta un Distrito Federal donde los estratos sociales se corresponden con los niveles de las vialidades: en la superior circulan los capos de las casas de K, J y S; en la inferior se arrastran los miserables de siempre. ¿Transcurre La Casa de K realmente en el futuro? 

Yuri Herrera (Actopan, 1970) imagina en La transmigración de los cuerpos (Periférica) una ciudad –mexicana, lo sabemos por las marcas en el idioma– paralizada por una epidemia sin nombre. El Alfaqueque, personaje principal, funge de mediador en un intercambio de cadáveres entre familias: en un país donde la comunicación está rota, su labia obra milagros. La tercera novela de Herrera parece ambientada, antes que en un hipotético porvenir, en una variante del presente. Y, como sus antecesoras, está planteada como reescritura de relatos clásicos, a partir de una prosa que aspira a conseguir el rulfiano equilibrio entre el habla coloquial y el destello poético. No siempre lo consigue. La transmigración de los cuerpos ofrece un relato detectivesco, tan cerca de la novela negra como de Dante o la Biblia, pero que tiene en Daniel Sada a uno de sus abrevaderos principales. 

Las cuatro novelas no sólo testimonian un panorama desolador, sino que certifican, más allá de ciertos gestos formales, el agotamiento del impulso utópico en la narrativa mexicana. Tu materia son los huesos, No tendrás rostro, La Casa de K y La transmigración de los cuerpos son escrituras netamente posfuturistas, ajenas a flirteos con la cibercultura. La tarea pendiente, escribe Berardi en After the Future: «la conexión de poesía, terapia y creación de nuevos paradigmas». Es titánica. 

La Tempestad, México, noviembre-diciembre de 2013

miércoles, 15 de enero de 2014

Edipo en Bangkok

Durante más de década y media, Nicolas Winding Refn (Copenhague, 1970) se ha abocado a explorar las posibilidades de la forma cinematográfica. Los resultados son variopintos, pero en ningún caso despreciables. Si en la trilogía Pusher (1996, 2004 y 2005) recurrió a un estilo cuasi documental para narrar el mundo del narcotráfico en la capital danesa, en Bronson (2008) utilizó la figura de Michael Peterson (alias Charles Bronson) para sabotear las expectativas de una película biográfica y entregar una realidad radicalmente teatral. No son ésos sus únicos registros: Valhalla Rising (2009), suerte de filme de ciencia ficción arcaica, sostiene la mirada del espectador hasta imbuirlo en un estado contemplativo, mientras Drive: el escape (2011) hace de cada secuencia de acción un ejercicio plástico. Con Sólo Dios perdona (2013) el director nórdico ha compuesto su trabajo más arriesgado, concentrando todos sus recursos en ofrecer, antes que un relato, una experiencia audiovisual perturbadora, plena de artificio. 

En los papeles, Sólo Dios perdona es una cinta de gángsteres y artes marciales, con el western aleteando al fondo. Pero, como en el resto de sus filmes, Refn recurre a los géneros para desmontarlos. La textura de su noveno largometraje es la de una pesadilla edípica, que nos transporta a una ciudad que es y no es Bangkok. Se trata, más precisamente, de un lugar de la mente. Como en Drive, hay aquí un triángulo, éste formado por una madre, Crystal (Kristin Scott Thomas), y sus hijos, Julian (Ryan Gosling) y Billy (Tom Burke). Cuando este último es asesinado, luego de cometer un crimen, Crystal, mezcla de Lady Macbeth y la Reina del Pacífico, aparece en escena como figura vengadora: Julian, impotente, es incapaz de tomar venganza. La figura central, sin embargo, es un policía: el teniente Chang (Vithaya Pansringarm), dios justiciero que determina en cada momento quién merece vivir. 

El tema central del cine de Refn es la violencia, y sus películas, más allá de los distintos tratamientos, la presentan como el lenguaje de hombres marginales, ingobernables, que se relacionan conflictivamente con las mujeres. En una de las escenas clave de Sólo Dios perdona, Crystal afirma que Julian se instaló en Bangkok luego de matar a su padre en los Estados Unidos. Acaso esta explicitud edípica ayude a leer retrospectivamente el sentido de la violencia en la filmografía de Refn. Lo que se fija en la retina, sin embargo, es un conjunto de travellings maestros, una puesta en imágenes prodigiosa que revela la escuela del cineasta danés: Stanley Kubrick, más allá de que la imaginería de su última cinta esté emparentada con Alejandro Jodorowsky, el maestro al que ha decidido dedicarla. 

La Tempestad, México, septiembre-octubre de 2013

Habitáculos y sustracción

La rendición de Japón en la Segunda Guerra significó algo más que un acontecimiento militar: se desmoronó en paralelo un orden social derivado de dos milenios de continuidad histórica. En Japón: hacia una nueva literatura (1968), Kazuya Sakai hace un apunte pertinente: «La derrota […] proveyó de nuevos elementos a la sociedad japonesa. Estos nuevos elementos se llamaban “libertad”, “democracia” y “respeto por el individuo”. Pero […] fueron impuestos por los vencedores o por las fuerzas de ocupación». Una sociedad altamente estratificada fue liberalizada por decreto, es decir, cambió el rostro del sometimiento. Para la literatura nipona, no obstante, el nuevo paisaje moral resultó vivificante. 

Conocido entre nosotros principalmente por las novelas La mujer de arena (1962) y El rostro ajeno (1964), Kobo Abe (1924-1993) fue uno de los principales renovadores de la narrativa de la posguerra, no sólo japonesa. Aunque suele mencionarse que la influencia de algunos autores europeos (Kafka, Camus, Beckett) instaló en su obra cierto “humanismo”, lo que vibra en un relato como El hombre caja (1973) es el antihumanismo marxista (como lo entendía Althusser). A los rígidos hábitos culturales de su país, transformado en una sociedad ferozmente consumista, Abe –comunista disidente de la línea soviética– opuso una serie de personajes que se redefinen constantemente. En sus narraciones no existen hombres libres según los requisitos “democráticos”, sólo identidades fracturadas que, sustrayéndose, ensayan formas de lo humano. 

La prosa austera y exacta de El hombre caja (traducido, como otros libros de Abe, por Ryukichi Terao en colaboración con Gregory Zambrano), sostenida en un espectro semántico reducido, es el vehículo idóneo para narrar las vicisitudes de un hombre que, cubierto de la cabeza a la cintura con una caja, explora una ciudad inhóspita a través desdoblamientos. No hay aquí exotismos ni japonerías para el consumo del público occidental: el relato es construido a partir de escenas inquietantes que dinamitan las certidumbres del lector. Lo que leemos, el cuaderno del Hombre Caja –donde se insertan enigmáticas fotografías comentadas–, vuelve indistinguibles los hechos “reales” de las fantasías del personaje, que hacia el final de la novela explica, tal vez, las razones de su renuncia a las convenciones: «Al escribirlo, llevo en mi mente, por ejemplo, la difusión de compras a plazos. […] a lo mejor sólo guerrilleros y hombres caja prefieren ocultar sus verdaderas identidades en contra del conformismo de las compras a plazos». Vanguardista en su acepción plena, Kobo Abe nos muestra aquí, con humor inclemente, que la sustracción es otro nombre de la emancipación. 

La Tempestad, México, julio-agosto de 2013

Dos notas sobre Bernhard

I

“Sigo mi propio camino”, escribió Thomas Bernhard a su futuro editor, Siegfried Unseld, en su primer acercamiento a la editorial Suhrkamp, en octubre de 1961. La frase, estratégicamente colocada al final de la carta, era una advertencia: como se lee en la extraordinaria Correspondencia entre ambos (Cómplices, 2012), el escritor siguió siempre una senda propia. Su inconfundible prosa es también un certificado de singularidad: “siempre he querido ser sólo yo mismo y siempre he escrito sólo como yo mismo pensaba”, declaró a la periodista Krista Fleischmann. La escritura como afirmación del yo, el estilo como fruto de la voluntad.

Entre 1982 y 1983, Bernhard entregó a publicaciones alemanas cuatro relatos que, unos años después, propuso a Unseld como volumen. El libro, sin embargo, no se publicó hasta 2010, ya desaparecidos el autor y el editor. El contenido: un Bernhard en plenitud que Miguel Sáenz, como tantas otras veces, ha traído a nuestra lengua con autoridad. En el cuarteto de narraciones que incluye Goethe se muere (Alianza, 2012) reencontramos esa prosa forjada por ritornelos, esa voz que parece nunca perder el aliento al avanzar por la página. Se trata del Bernhard maduro, con recursos suficientes para pasar de un libro a otro sin dar la sensación de agotamiento. 

Como se indica en la nota del traductor, ya en el título del relato que da nombre al conjunto hay una intención irónica: Bernhard escribe schtirbt donde debería decir stirbt (se muere) para disparar contra dos temas que los alemanes no se toman a la ligera: Goethe y la muerte. (En su primera publicación en castellano, dentro del volumen Acontecimientos y relatos, Sáenz optó por llamar el cuento “Goethe se mmmuere”.) La trama acentúa las ironías: en su lecho de muerte, el autor de Fausto tiene un único deseo, reunirse con… Ludwig Wittgenstein. Más allá de la boutade, la historia puede leerse como una reivindicación de lo que podríamos llamar la vía austríaca, es decir, una literatura que, a lo largo del siglo XX, convirtió la lengua alemana en un laboratorio. El narrador del relato, un asistente del Maestro, describe el revuelo que causa esa predilección: “Una y otra vez recorrió Kräuter la casa de Goethe, diciendo: Wittgenstein es el más importante para Goethe, y todos los que lo oían se llevaban al parecer las manos a la cabeza. ¡Un pensador austríaco!”. Crítico feroz de su país, como se lee en el texto que cierra el libro, “Ardía. Relato de viaje para un amigo de otro tiempo”, Bernhard se reservaba algunos dardos para sus vecinos del Norte.

“Montaigne. Un relato” y “Reencuentro” tienen como blanco una institución que para su autor, del mismo modo que el Estado, era un instrumento de aniquilación: la familia. En medio de invectivas contra todo y contra todos, asoma la sonrisa de Bernhard. Nunca supo, nunca quiso distinguir entre tragedia y comedia. 


II

En La fuerza de la costumbre, obra teatral de 1974, el personaje Caribaldi dice al malabarista: Cuando la gente se hace famosa / exige dinero / y consideración / cada vez más dinero / y cada vez más consideración […] Hasta los genios / tienen manía de grandezas / cuando se trata de dinero. Siegfried Unseld (1924-2002), uno de los grandes editores del siglo pasado, recordó ese pasaje en un par de ocasiones, en momentos en los que la negociación de los honorarios de Thomas Bernhard (1931-1989) se volvía particularmente ingrata. Lo sabemos por la labor de Raimund Fellinger, Martin Huber y Julia Ketterer, que complementaron la Correspondencia entre el editor y el escritor con las crónicas de Unseld sobre la relación con sus autores. Miguel Sáenz, traductor de la práctica totalidad de la obra del austriaco al castellano, ha hecho una selección de más de 300 páginas. 

Ya en su primera carta, de 1961, Bernhard advirtió a Unseld: “Sigo mi propio camino”. Como sabemos por sus novelas, relatos y obras de teatro, se orientó siempre en la dirección opuesta. A los consensos. A los estereotipos. A las instituciones. Aunque lo torturó con amenazas y exigencias, Bernhard siempre supo que no había mejor editorial para su obra que Suhrkamp. La Correspondencia con Unseld, ocurrida durante casi tres décadas, es un documento de primer orden. No sólo para la comprensión de la compleja personalidad del escritor austriaco, sino para la valoración del trabajo del editor alemán, que edificó uno de los catálogos más vigorosos de Europa. 

Esa amistad singular ha producido otros libros póstumos. En 2009 apareció Mis premios, crónicas y discursos que muestran al Bernhard más provocador. En 2010, Goethe se muere, reunión de relatos de un narrador en pleno dominio de sus facultades, donde se impone esa prosa, espiral de palabras imantadas que avanza sin respiro. Aparecidos en publicaciones alemanas a principios de los ochenta, los relatos disparan en distintas direcciones: el canon alemán (encarnado en un Goethe que, moribundo, ansía conocer a ¡Ludwig Wittgenstein!), la familia (“Montaigne. Un relato” y “Reencuentro”) y, como siempre, Austria (“Ardía. Relato de viaje para un amigo de otro tiempo”). Instituciones, para decirlo con un adjetivo frecuente en esta obra, aniquiladoras

El proyecto de Bernhard fue hacer de la escritura un instrumento de autoafirmación: “nunca he querido más que volverme yo mismo”, declaró una vez. Así, consiguió no sólo componer una de las prosas más idiosincrásicas de la literatura contemporánea, sino convertirse en un personaje polémico. Unseld, que lo admiraba, no tuvo más remedio que pagar esa singularidad. Hay que agradecerlo.

Otra Parte Semanal, Buenos Aires, 25 de abril de 2013 (I); 
La Tempestad, México, mayo-junio de 2013 (II)