lunes, 12 de noviembre de 2012

La pesadilla de lo real

Gracias quiero dar al divino
laberinto de los efectos y de las causas
por la diversidad de las criaturas
que forman este singular universo…

Jorge Luis Borges, “Otro poema de los dones” 

El otro, el mismo
En Arqueologías del futuro (2005), su excepcional estudio sobre la ciencia ficción, Fredric Jameson encuentra, en los dos filmes mayores de Ridley Scott, un momento de quiebre en la concepción de la figura del otro. Así, mientras Alien. El octavo pasajero (1979) presenta a un extraterrestre en buena medida arraigado en la tradición, cuya singularidad extrema impide que lo asimilemos plenamente, Blade Runner (1982) da vida al «otro como el mismo», el androide, cuya diferencia es problemática pues comparte con nosotros la apariencia física (y no sólo ella). En ese sentido, Prometeo (2012) es el espacio narrativo donde ambas figuras son puestas en tensión. Por un lado, formas de vida alienígenas que –ahora lo sabemos– operan como armas biológicas; por el otro, un androide depurado al máximo que, a diferencia de los replicantes, no tiene un tiempo de vida limitado.
 

En realidad, la figura del otro en los filmes de ciencia ficción de Scott es proteica. Ya en Alien el esquema era, antes que dual, tripartito: primero, el “jinete del espacio” –convertido retroactivamente en un “ingeniero”, en Prometeo–, cuyo cadáver es hallado en el planeta LV-426; luego, la criatura feroz, depredadora, capaz de cambiar de forma, que sirve de vértice al relato de terror; por último, Ash (Ian Holm), el androide que protege los intereses de la Corporación en la nave Nostromo. La triada reaparece en Prometeo, pero David (Michael Fassbender) es un heredero de Roy Batty (Rutger Hauer) antes que de Ash. Recordemos el monólogo hamletiano del replicante de Blade Runner: «He visto cosas que ustedes no creerían. […] Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia». David es un androide que ha superado la melancolía (en cierto modo es inmortal), pero no la curiosidad.
 

Más allá de la opulenta puesta en imágenes, en el caso de Prometeo asistida por un refinado uso del 3D, la grandeza de los filmes de ciencia ficción de Scott reside en la inteligencia con la que esquiva los significados previos de la figura del alienígena, tanto en la literatura como en el cine. (Etimológicamente, el término es aplicable lo mismo a los extraterrestres que a los androides: alien, otro; igen, origen.) Su monstruo –la criatura de H.R. Giger– no es hijo de la Guerra Fría, es decir, no es una metáfora del comunista infiltrado en la sociedad liberal; es, más precisamente, una figura de lo real, como veremos en el siguiente apartado. Del mismo modo, su replicante no es un trasunto del extranjero, que trastoca el funcionamiento de la comunidad al introducir tradiciones exógenas, sino un reflejo de la irremediable mortalidad de los hombres. Los “ingenieros” de Prometeo invierten la función del androide («el otro como el mismo») y postulan el mismo como otro, una figura siniestra en el sentido freudiano, el terror que sobreviene al percibir lo extraño en lo familiar. Los “ingenieros” son nuestros creadores, es decir, nuestros “padres”; como se sabe, el padre es una figura ambivalente en la que conviven el amor incondicional y la hostilidad, producto del temor infantil a la castración.
 

Viscosidad de lo real
Slavoj Žižek se detuvo por primera vez en Alien, uno de los fetiches a los que recurre constantemente para plantear el problema de lo real, en el libro que sentó las bases de su estilo expositivo, El sublime objeto de la ideología (1989). Tema central del último Lacan, lo real constituye, junto a lo simbólico y lo imaginario, la triada de registros del ser que el pensador ilustró con un nudo borromeo, en cuyo centro se inscribe el objeto a, la causa del deseo. En tanto no puede integrarse en el orden de la significación (es su límite, aquello que le da forma), lo real no puede ser representado, sino apenas aludido. De ahí que la sangre del alien sea corrosiva: disuelve las apariencias, el tejido de la realidad (un intento de representar el encuentro traumático con lo real del que, a fin de cuentas, surge la conciencia). El xenomorfo habita la intersección de lo imaginario y lo real, pues en última instancia, como explica Žižek en Cómo leer a Lacan (2006), es la libido: vida en estado puro, con la supervivencia y la reproducción como únicos fines.
 

Clément Rosset nos permite intuir, en una hipótesis general deslizada en El objeto singular –publicado, por cierto, el año del estreno de Alien–, el posible motivo por el que Scott, con una visión artística superior, inscribió a estas películas en el género del terror (en Prometeo, si se quiere, parcialmente): «lo otro que da miedo no es lo desconocido, sino lo conocido en tanto que otro. El objeto terrorífico es entonces lo real en persona, percibido como insólito y bizarro». Y agrega: «Lo que aterroriza […] es lo real: no solamente en tanto que es singular, sino también en tanto que le corresponde ser terrorífico por su misma singularidad, desde el momento en que ésta es, para el que está confrontado a ella, una amenaza sin previo aviso (ya que su singularidad prohíbe, por principio, llamar al otro para esquivar su acontecimiento)». (Es difícil no pensar aquí en una cinta hermana de Alien, de 1982: La cosa del otro mundo. La pieza maestra de John Carpenter espejea la obra de Scott e incluso es posible pensarla, desde el título original, a partir das Ding, la Cosa, un concepto que Lacan recupera de Freud.)
 

Con estas lecturas como punto de partida, Prometeo puede ser entendida como una nueva exploración de lo real en su dimensión viscosa, de aquello que se niega a disolverse a través de la significación. Scott identifica un peligro, del cual toda la película es una metáfora: la manipulación genética. ¿Qué es el viaje al planeta LV-223, una posible base militar, sino la voluntad de acercarse al ADN primordial, a la clave de la vida humana? El filme encarna una ansiedad que el eslogan captura con precisión: «Ellos fueron en busca de nuestro origen. Lo que encontraron podría ser nuestro fin». Como ha escrito Jacques-Alain Miller, «lo real inventado por Lacan no es lo real de la ciencia. Es un real azaroso, contingente, en tanto falta la ley natural de la relación entre los sexos. Es un agujero en el saber». Prometeo plantea que, en el momento en que nos internemos en el núcleo de lo real de la especie, en su condición previa a la división sexual, sobrevendrá un encuentro intolerable con lo real. Los “ingenieros” encarnan esa pesadilla: no sólo nos engendraron, sino que diseñaron un arma biológica para aniquilarnos llegado el momento.
 

Formas de vida
En un par de versos del apartado final de “Canto de mí mismo” (1855), Whitman escribió: «Me alejo como el aire, agito mis blancos rizos hacia el sol fugitivo, / Vierto mi carne en remolinos y la disperso en jirones de espuma». Es prácticamente una descripción anticipada de la primera secuencia de Prometeo. Los “ingenieros” siembran la vida en la Tierra, en un acto ritual. Sus motivos son enigmáticos. Sabremos, más adelante, que también han sido capaces de crear a una especie polimorfa, cuyo aspecto depende del huésped del que se sirve, y que posiblemente utilizan para dar fin a sus descendientes en otros planetas. En Alien y sus secuelas, la Corporación que emplea a los tripulantes de las distintas naves, entre ellos Ellen Ripley (Sigourney Weaver) –la «amazona del espacio peligroso», como la llama Elfriede Jelinek–, se muestra muy interesada en el xenomorfo con el que se tiene contacto en el planeta LV-223, al grado de estar dispuesta a sacrificar a sus trabajadores si ello le permite hacerse de un ejemplar.
 

Ambas películas tienen como trasfondo, con más de tres décadas de distancia entre sí, la noción de biopoder, el control y la administración de la vida, de la fuerza productiva, uno de los bastiones del desarrollo capitalista, como sabemos por Michel Foucault. Ese biopoder, sin embargo, abre las puertas a una biopolítica: la vida, más allá de su origen, tarde o temprano se emancipa. Lo experimentan no sólo los “ingenieros” respecto al alien, que se vuelve contra ellos, sino el hombre respecto a los androides, que al adquirir conciencia, como se ve en Blade Runner y Prometeo, comienzan a tomar sus propias decisiones. El ser viviente quiere persistir, y en algún punto de su desarrollo quiere hacerlo en libertad.
 

Ripley y Elizabeth Shaw (Noomi Rapace) son, en tal sentido, figuras de rebelión. No es casual que se trate de mujeres: la posibilidad de concebir es crucial. Ambas, en algún momento, albergan al alien, y se niegan a engendrarlo a pesar de que la Corporación –que, como ha hecho ver Thomas Pynchon respecto a las grandes empresas, tiene necesariamente un carácter orgánico– les exige conservarlo. Ripley, en Alien 3, incluso se autoinmola para evitar que el monstruo nazca (una vez más). Shaw, por su parte, es estéril, pero paradójicamente aborta a un molusco implantador de aliens. Son, después de todo, obreras, proletarias que se resisten al control de sus cuerpos.
 

En este punto, Scott hace en Prometeo una suerte de guiño, acaso involuntario, sobre la saga de Alien. Después de todo, ¿no es la criatura, con su voluntad feroz de persistir, un espejo de la franquicia que nació al terminar los setenta? El Estudio (20th Century Fox), como la Corporación, busca explotar al máximo esa forma de vida polimorfa, singular, que incluso atenta contra sus propios intereses cuando se la pone a luchar contra el depredador de una franquicia menor. Prometeo es el nacimiento de una nueva saga, cuya difícil tarea será cuando menos equiparar la que conforman Aliens, el regreso (James Cameron, 1986), Alien 3 (David Fincher, 1992) y Alien: la resurrección (Jean-Pierre Jeunet, 1997). Ni siquiera Cameron fue capaz de disminuirla.
 

Un universo corporativo
Si en la Antigüedad naturaleza era el nombre de lo real, a partir de la modernidad ese nombre es capitalismo. En la saga de Alien no se percibe poder estatal alguno: los planetas –sus minerales, sus formas de vida– son explotados por empresas privadas. En Prometeo, la expedición es financiada por la Weyland Corporation, que se convertirá en Weyland-Yutani (a partir de Alien, cronológicamente posterior), un gigantesco organismo que, al parecer, administra la vida en el universo conocido. Scott ha sabido dar a su díptico un sutil espíritu anticapitalista: el verdadero peligro para los trabajadores no es la especie alienígena, sino la Corporación que busca explotarla a cualquier precio.

«La producción económica está atravesando un período de transición, en el que cada vez más los resultados de la producción capitalista son relaciones sociales y formas de vida. Dicho de otra manera, la producción capitalista está tornándose biopolítica», escriben Michael Hardt y Antonio Negri en Commonwealth (2009). Y añaden: «La acumulación capitalista en nuestros días ocupa una posición cada vez más externa respecto al proceso de producción, de tal suerte que la explotación cobra la forma de la expropiación del común». Prometeo, que transcurre en 2093, habla, como todo relato de ciencia ficción, del presente, y retoma las intuiciones de Alien: todo ha sido privatizado, incluso los cuerpos son propiedad de la Corporación.

La misión de la nave Prometeo es, en principio, científica: encontrar nuestro origen, el rastro de los “ingenieros”, a partir de las coincidencias de diversos mapas estelares encontrados en pinturas rupestres de culturas primitivas. El centenario Peter Weyland tiene, sin embargo, una agenda personal: desea que esos “dioses” le concedan más vida. Cuando David se lo plantea al único “ingeniero” que queda vivo, éste enfurece, le arranca la cabeza y hiere al magnate, cuya fantasía de eternidad se convierte en certificado de defunción. Su hijo androide, sin embargo, sobrevive. Seguirá explorando la galaxia con sus aires del Peter O’Toole de Lawrence de Arabia: «El truco, William Potter, es ser indiferente al dolor».


Icónica, México, otoño de 2012

martes, 16 de octubre de 2012

La acción y la conjetura

El reto es lo que sostiene 
a lo que puede abismarse. 
“Filo de equilibrio” (1992) 


En su acepción original, no burlesca, la parodia es una suerte de canto paralelo, una voz que incorpora sonoridades vecinas, sin imitarlas. La parodia otorga significados nuevos a expresiones que han quedado en desuso, da vida a lo que, de otro modo, sería letra muerta. La escritura de Daniel Sada es, en tal sentido, un complejo ejercicio paródico. En su prosa conviven –otros lo han señalado– la estética del corrido, la poesía del Siglo de Oro y el habla popular del norte de México, pero la extrañeza que produce su lectura surge de ciertos desplazamientos: en su sistema narrativo, los elementos de la tradición adquieren funciones completamente nuevas. La métrica del romance español y de su hijo mexicano, el corrido norteño, deja de estar al servicio de las hazañas de los héroes –semidioses medievales, en el primer caso; revolucionarios o últimamente narcotraficantes, en el segundo– para adoptar la moral del fracaso, marca indeleble de la narrativa moderna. 

Octosílabos, sobre todo, pero también endecasílabos y alejandrinos dan a esta escritura una musicalidad que, en determinados momentos, cuando sus arrebatos la distraen del seguimiento servil de la trama, alcanza la soberanía del tarareo, deviene ritmo que percute en la conciencia del lector: «la musiquita trola de su palabrerío despertaba rarezas de admiración y mundo» (“Todo y la recompensa”, en Juguete de nadie y otras historias, 1985). Hay una música, entonces, un frenesí que carga de intensidad a relatos que, dada su escasez argumental, se desmoronarían de manera estruendosa en otras manos: 

De ayer es la historia de hoy, de ayer la malversación. En Castaños, en invierno, pocas son las diversiones que entretienen a la gente. El acurruque es mejor, el gozo junto al fogón. Los ambientes embebidos de cocinas olorosas y mujeres trabajando: muy fume y fume los hombres dado que se saben cómo desviar el aburrimiento que traen los días desiguales de ventoleras y hielos; pues, cuando nadie supone, de pronto el sol sale grande como en tiempo de verano: los asombros se hacen tema que no dura una mañana porque antes del mediodía las nubes nublan al pueblo y por la tarde los fríos entran delgados mordiendo por debajo de las puertas: el viento echa niebla y lío para que la gente aguarde: por la noche, sin salir, ya sea que amanezca gris o se produzca un milagro. [Albedrío, 1989] 

En un neobarroco como Sada los desiertos y caseríos del norte de México producen horror vacui, de ahí que su prosa funcione por acumulación. Frente al vacío, el vigor de la forma; frente al silencio, la riqueza verbal. Hay un vínculo singular entre los vocablos desierto y palabra, que en latín y en hebreo tienen un origen común. El primero remite a lo que separa; el segundo, a lo que une. La palabra, antídoto del desierto: de ahí que en la poética de Sada confluyan el Piporro (el habla norteña) y Góngora (el uso del hipérbaton), síntesis menos excéntrica de lo que se supone. Una virtud tan devaluada como el “oído” adquiere en este sistema narrativo nuevos significados: sin titubeos a la hora de detonar la hilaridad, Sada produce frases que hacen coexistir cultismos, coloquialismos y arcaísmos. En el uso del habla vernácula como materia prima, y dentro de una tradición muy específica de la narrativa mexicana, es un discípulo aventajado de autores como Martín Luis Guzmán (en sus Memorias de Pancho Villa), Agustín Yánez, Juan Rulfo o José Revueltas. 

Es conveniente, sin embargo, no restringir la genealogía de Sada a la literatura mexicana. En Ese modo que colma (2010), su último libro de cuentos, una suerte de canon personal se desliza de manera inesperada. El burócrata Atilio Mateo, protagonista de “Atrás quedó lo disperso”, tiene la costumbre de regalar ejemplares de la obra cumbre de Carlo Emilio Gadda, El zafarrancho aquel de via Merulana, cuyos destinatarios tienen vivencias funestas después de su lectura. Excepto Gastón, desempleado aficionado a los libros exigentes: 

Leyó con rapidez el Ulises, de James Joyce; La muerte de Virgilio, de Hermann Broch, y la Divina Comedia, de Dante Alighieri, la traducción directa del toscano al español acometida por Bartolomé Mitre, en verso endecasílabo; teniendo en su haber otros retos pendientes: Paradiso, de José Lezama Lima; Gran Sertón: Veredas, de João Guimarães Rosa, y La vida instrucciones de uso, de Georges Perec. Una de las opciones más deseadas era la famosa novela de Carlo Emilio Gadda (y hela aquí), amén de otras proezas del mismo autor: La mecánica y El aprendizaje del dolor, que a saber cuándo las hallaría, en traducción castellana, desde luego; en fin, hazaña por venir, como sería la localización en librerías de otra obra italiana importante: Los Malasangre, de Giovanni Verga… 

Inmediatamente se imponen las asociaciones: los recursos paródicos de Joyce, el barroquismo de Broch, la apropiación dialectal de Dante, la proliferación de historias en Perec, el universo rural de Verga, para no hablar de la filiación evidente de Sada con Lezama Lima y Guimarães Rosa. Podría agregarse a Guillermo Cabrera Infante. 

En el caso de Gadda, detengámonos en la excepcional “Nota a la traducción” del Zafarrancho de Juan Ramón Masoliver: 

Con un sentido esencialmente plástico, acción e implicaciones se confían a los gestos, a los nombres mismos y palabras de los personajes, cuya habla distinta basta a caracterizarlos y develar su psicología, costumbres, opiniones y reacciones sin menester otra intervención, análisis ni consideraciones del autor. Modos dialectales y ribetes eruditos, retornos estróficos, onomatopeyas y tics, que de los diálogos ascienden al recitado mismo del autor. 

La descripción del arte de Gadda podría aplicarse, sin modificaciones, a la prosa de Sada. El idiosincrásico uso de los dos puntos, que en el mexicano es un recurso a la vez rítmico y sintético, revela el influjo profundo del narrador italiano. 

II 
Los textos mayores de Sada –Registro de causantes (1992), Albedrío (1989), Porque parece mentira la verdad nunca se sabe (1999), en algún sentido Casi nunca (2008)– surgen del rigor conceptual, del ajuste entre imaginario y escritura. Forman, en conjunto, un gran tratado tragicómico sobre la vida de provincias. Salvo excepciones, sus relatos nos hablan de un destino tan imperturbable como fallido. Nada avanza, todo permanece pavorosamente inmóvil. Sus personajes vagan por el mundo, discurren sin sentido: su aparente dinamismo no es más que la vibración de un tiempo suspendido en una tierra abandonada por Dios. Como si hiciera eco del tedio de sus creaturas, paralizadas por una palabrería frenética, la prosa anula el progreso de las historias hasta reducirlas a una suerte de escena pictórica en la que van acumulándose detalles (casi siempre nimios) que dan a la superficie una apariencia densa y grumosa. 

En Sada, la parodia es ley del mundo. La potencia de su estilo surge de esa revitalización constante de las formas. El «¿Cómo decir ahora?» que abre Una de dos (1994) explica bien la clase de autor a la que nos enfrentamos. Cómo decir: el cuestionamiento que todo artista de la narración debe plantearse antes de acometer un relato. Cómo decir ahora: cada época impone una problemática estética distinta. De ahí que Sada no se haya mantenido siempre fiel al uso de la métrica. Sus libros posteriores a Porque parece mentira… se desentienden de esa obligación para apostar por un ritmo sostenido en la aposiopesis: frases truncas, omisiones que instalan la duda y el desconcierto en el lector, que sin embargo se sabe leyendo un idioma dentro del idioma. 

Un pasaje de Luces artificiales (2002): «Milagrosa puerta esa, que trajo la calma, permitiendo a su vez un deslinde prudente de quien presto a recomponer halló en un santiamén dos derroteros: una acción y una conjetura». Los relatos de Sada se desarrollan, así, mediante acciones y conjeturas. El narrador se entromete en la historia, ironiza, exhibe las inseguridades de los personajes. Eso no le basta: constantemente dinamita nuestras certezas, pone en duda la validez de las acciones. Supone, presume, calcula. En las capacidades retóricas del narrador –el personaje central de todo el universo sadiano– es evidente la estirpe cervantina. La lección del Quijote es dual. Por un lado, la conjetura como procedimiento narrativo; por el otro, la elevación de la parodia a arte mayor. Aquí puede intuirse la coyuntura que hizo de Sada un neobarroco (por más que se sintiera incómodo con esa denominación). La parodia es característica de los estilos postclásicos, de su reacción ante la retórica imperante. ¿Acaso el canon de la literatura mexicana no tiende precisamente al clasicismo, a la palabra justa y el verbo templado? 

Aunque se instaló joven en la ciudad de México, Sada construyó una escritura que se opone a los estilos dominantes en el centro del país. Su admiración por el Piporro no es, en ese sentido, circunstancial; es una afinidad en más de un sentido política. Monsiváis es útil en este punto: «Se necesitaba un arquetipo para uso exclusivo de los norteños de México y, en el límite del barroquismo, un actor depura al personaje y lo convierte en arquetipo de una cultura fronteriza, un modo de ser mexicano en ambientes naturales, un regocijo nómada. Y parecerse a Piporro obliga a Eulalio González a educar la voz hasta volverlo un prontuario de costumbres». Sada entendió que no existe un uso “natural” de las palabras, que la lengua literaria arroja realidades una vez que, paradójicamente, asume su carácter artificial. 

La prosa de Sada –sus versos rara vez tienen el mismo nivel– puede asociarse a la poesía neobarroca latinoamericana en una dirección concreta de esta tendencia, señalada por Roberto Echavarren en el prólogo de la muestra Medusario: «es una reacción tanto contra la vanguardia como contra el coloquialismo más o menos comprometido». En otro momento de ese texto, pareciera que habla de nuestro autor, a propósito del ethos al que lo hemos asociado: «El arte barroco repudia las formas que sugieren lo inerte o lo permanente, colmo del engaño. Enfatiza el movimiento y el perpetuo juego de las diferencias, dinámica de fuerzas figurada en fenómenos. Es un arte de la abundancia del ánimo y de las emociones, que no son jamás, sin embargo, transparentes»

III 
Metáfora de la soledad, el desierto expresa un desamparo casi cósmico. En los territorios donde Sada dispone sus historias, los caseríos dispersos se erigen por oposición al vacío. Sus habitantes deambulan tratando de averiguar quiénes son, pero la ausencia de respuestas instala en ellos una férrea moral del fracaso. El desierto invita a la errancia, a la búsqueda –siempre fallida– de la identidad. Pero, sobre todo, motiva la rebelión frente al silencio. Primero el balbuceo, después la palabra. Luego la frase y, tal vez, la epopeya. O más bien su contrario. El personaje tragicómico es, en palabras del propio Sada, «un infatigable trabajador desilusionado»

En Lampa vida (1980), Hugo Retes, payaso fracasado, frecuentemente apedreado, busca un lugar en el que su vocación sea aplaudida, para él mismo reconocerse como aquello que ha querido ser. En Albedrío, Chuyito –niño harto de regaños– huye de su casa (y de la escuela) para unirse a los gitanos que pasan por su pueblo, quienes lo transforman en una milagrosa enana barbuda. En Una de dos, Constitución y Gloria Gamal –gemelas idénticas– forman, desde la muerte prematura de sus padres, una pareja indivisible: decidirán compartir a un pretendiente, fieles a su parecido. En Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, Cecilia y Trinidad González se verán convertidos súbitamente en un fin de raza al desaparecer sus hijos, Salomón y Papías, a los que rastrearán infructuosamente, como para confirmar su propia existencia. Errancia sin tregua en busca de la identidad. Y, en el transcurso, una metralla de palabras. 

Luego de Porque parece mentira…, auténtico monumento de la lengua, Sada optó por trasladar su moral del estropicio al desconcierto urbano. Aunque pasajes de Luces artificiales, Ritmo delta (2005) y La duración de los empeños simples (2006) manifiestan la estatura de su autor, las novelas carecen de la reverberación entre materia del relato y prosa de sus ejercicios anteriores. Las mejores manifestaciones de su visión desencantada se hallan en sus dos novelas maestras, Albedrío y Porque parece mentira…, pero también en un puñado de cuentos admirables repartidos en Juguete de nadie, Registro de causantes y El límite (1997), donde el tedio desértico hace mella en los personajes. 

Sada entendió que, para no sucumbir al reconocimiento por lo ya logrado, se imponía la necesidad de dar un giro a su proyecto narrativo. Pero no replanteó su escritura ni su manera de encarar el texto: decidió renovar los decorados. Lo que en apariencia es intrascendente adquirió un peso insospechado: al mudar las historias del desierto y sus poblados a la ciudad, el sustento conceptual de su proyecto fue afectado en lo esencial. La tentativa iniciada con Luces artificiales tuvo en La duración de los empeños simples la confirmación de su naufragio: despojada de su relación con la zona de realidad de la que surgió, la prosa queda abandonada a peripecias más cercanas a la gesticulación que al estilo. 

Sin embargo, Sada siguió fiel a su preocupación fundamental: la búsqueda de la identidad. En Luces artificiales, Ramiro Cinco trata de enmendar su fealdad a través de la cirugía plástica que, supone, transformará la medianía de su destino. La duración de los empeños simples continúa por esta senda –abandonada parcialmente en Ritmo delta– a través de una familia cuyos miembros tratan de darle sentido a sus vidas al amparo de ciertas obsesiones: Leonora, la madre, a través de la urinoterapia y el naturismo; Alberto, el padre, mediante la creación de geografías imaginarias; Luis Lauro, el hijo, convirtiéndose en un poeta de vanguardia. Pero las novelas urbanas de Sada se obstinan en simplificar. Los juegos con la métrica –que el título La duración de los empeños simples sea un endecasílabo no debe confundirnos– se abandonan a favor de la elasticidad de la forma, que no siempre está a la altura de las exigencias. Ese recurso, comprensiblemente, dejó de ser válido para el narrador, pero Una de dos había demostrado que su autor podía sostener el rigor de su escritura sin ceñirse a corsé alguno. 

El rigor regresa en esa suerte de summa sadiana que es Casi nunca, novela problemática por distintos motivos. Gestado en los años ochenta, cuando Sada encontró su voz distintiva, el texto logró su forma final más de dos décadas después. Encontramos esa prosodia inconfundible, pero con un enfoque en buena medida clásico. Es una novela lograda, tal vez la mejor que urdió luego de Albedrío y Porque parece mentira la verdad nunca se sabe (a la que parece responder: casi nunca), pero representa el reconocimiento de una imposibilidad, la de abandonar el ámbito de sus primeros libros. «Me crearon el resquemor de que no puedo escribir sobre la ciudad porque la impregno con mi mundo», dijo en una entrevista cuando se le preguntó por el peso que otorga a la crítica. Comedia a la vez erótica y ranchera ambientada en los años cuarenta, Casi nunca no está exenta de destellos deslumbrantes, pero en ella asoma el anacronismo. 

En los cuentos de Ese modo que colma (2010) se hallan las mejores páginas del último Sada. La variedad formal de los relatos revela, si no una renovación, sí el dominio pleno de los materiales narrativos, la exploración firme de un universo cerrado aunque diverso. Un caso merece atención, sin embargo, “El gusto por los bailes”, que abre el volumen. Cuento en verso, es un ejemplo perfecto de por qué los hallazgos de Sada se hallan en la prosa: el octosílabo, que hace del relato una suerte de canción norteña, carece de cualquier valor poético: la anécdota es banal y queda la sensación de que el capricho es el motor. Todo lo contrario ocurre en el resto de los textos, piezas pulidas, hilarantes, donde el arte paródico sadiano se percibe en plenitud. Ahí están los infatigables trabajadores desilusionados, que recuperaron su sentido en Casi nunca con la figura del agrónomo Demetrio Sordo, otro buscador de identidad. 

Ponciano Palma y Sixto Araiza, los choferes que protagonizan A la vista (2011), pertenecen a esa estirpe, pero la novela se lee con la impresión de que pudo ser un cuento. Parodia y delirio del verbo, la poética de Sada, en este punto, se estanca. Uno oye nuevamente esa voz inconfundible, una de las más notables de la literatura contemporánea en castellano, pero la trama, lejos de encarnar el desconcierto del hombre moderno –para lo que el desierto es un escenario privilegiado–, se extravía en recursos que la emparientan con el cine mexicano más costumbrista. 

En sus abundantes páginas maestras, no obstante, la prosa de Sada da al fracaso la dignidad de la epopeya. En un tiempo en el que el lenguaje ha sido degradado hasta lo indecible por los medios, su escritura se antoja, antes que una forma de resistencia, una negativa a participar de la corrupción de las palabras: la lengua como campo de batalla. Uno sale de los textos sadianos con la sensación de haber lidiado con una materia incandescente. En sus frases, el idioma está vivo: late. Si, como creía Karl Kraus, la lengua es un barómetro del estado del mundo, queda alguna esperanza luego de leer Albedrío, luego de leer Porque parece mentira la verdad nunca se sabe. Sus paisajes de la derrota adquieren, desde esa perspectiva, un paradójico aire utópico. Hay que respirarlo. 

Héctor Iván González, ed., La escritura poliédrica. 
Ensayos sobre Daniel Sada, Tierra Adentro, México, 2012.
(El ensayo es la síntesis, la ampliación y la corrección de textos aparecidos anteriormente 
en Cuaderno Salmón, Letras Libres (ay), Otra Parte y La Tempestad) 

lunes, 15 de octubre de 2012

Mirar con atención

«¿Estás mirando atentamente?», pregunta Cutter (Michael Cane) en el inicio de El gran truco (2006). Se refiere, en principio, a un acto de magia. ¿O es el reclamo que nos hace el director del filme? Are you watching closely? Mirar de cerca, observar atentamente. Pero ¿qué? El truco, la simulación, el momento en el que nuestros sentidos otorgan realidad a lo que es mera apariencia. El gran truco no es otro que el cine. 

De Doodlebug (1997) a El caballero de la noche asciende (2012), la obra de Christopher Nolan (Londres, 1970) es una serie de variaciones sobre una inquietud: nuestra dificultad para distinguir la realidad de las apariencias (que se traduce en cierta vibración en la superficie del filme). Esa incapacidad de discernir deviene, invariablemente, pérdida de control. Los personajes de Nolan tejen redes en las que, tarde o temprano, se descubren atrapados, como si diseñaran laberintos para perderse en ellos, ante la imposibilidad de detectar en el entorno las distorsiones producidas por la maquinaria del deseo. En una escena de Amnesia (2000), mientras intenta reestablecer las coordenadas de su situación, Leonard Shelby (Guy Pearce) piensa: «Bien, estoy persiguiendo a este tipo. No… ¡él me está persiguiendo!». La frase parece acuñada por el protagonista de Following (1998). 

A partir de Insomnia (2002), sin embargo, el autoengaño deja de ser un antídoto efectivo para la sensación de irrealidad. Will Dormer (Al Pacino) altera las pruebas de un juicio porque no hay garantías de que un indiciado termine preso, por más que él sabe que es culpable. Para ponerlo en boca de otro personaje: «A veces la verdad no es suficiente. A veces la gente merece más» (El caballero de la noche, 2008). Batman, sin embargo, inscribe esta convicción en otra escala: cree que la mentira es necesaria para mantener el orden social. 

Digámoslo antes de seguir: Nolan es una de las miradas auténticamente renovadoras de la industria del entretenimiento. Ha logrado producir un cine personal desde el interior de Hollywood, un cine a la vez popular y desafiante que busca, literalmente, quitar el aliento. No es casual que su compañía productora se llame Syncopy, en referencia al síncope: la pérdida repentina del conocimiento, una de cuyas causas es la falta de oxígeno. Nolan es un ilusionista, como explica Robert Angier (Hugh Jackman) a su rival, Alfred Borden (Christian Bale), al final de El gran truco: «El público conoce la verdad: el mundo es simple. Es miserable, sólido en su totalidad. Pero si puedes engañarlos, aunque sea por un segundo, puedes asombrarlos, y entonces… entonces llegas a ver algo realmente especial… ¿De verdad no lo entiendes? Era… era la expresión en sus rostros». 

El cine de Nolan es, por encima de todo, una reflexión sobre el propio cine, como queda claro en El origen (2010), donde la figura de Cobb (Leonardo DiCaprio) es análoga a la del director: aquel capaz de crear experiencias oníricas. Pero Cobb (que tuvo una encarnación previa en Following, interpretado por Alex Haw) es también alguien que implanta ideas. ¿El cineasta como ideólogo? La pregunta es pertinente a la luz de la trilogía sobre Batman que completa El caballero de la noche asciende

Nolan ha hecho suyo el Batman de Frank Miller para dar al superhéroe de DC Comics una densidad ausente en sus anteriores encarnaciones fílmicas. Es innegable la fuerza narrativa y el poder visual de la trilogía, su capacidad para inscribir a Batman en el noir (el género que el director inglés practica en cada uno de sus filmes de una u otra manera), los momentos a veces sublimes que consigue en medio de relatos de acción (donde la fuente formal, sobre todo en El caballero de la noche, es Fuego contra fuego, la obra maestra de Michael Mann). Nolan deslumbra al espectador, pero ¿ha tratado esta vez de aleccionarlo políticamente? 

La admirable filmografía de Nolan encuentra sus momentos menos logrados en sus filmes sobre Batman. Como si el personaje lo orillara a temas para los que un humanista liberal no está capacitado, El caballero de la noche asciende tropieza con problemas narrativos (un didacticismo flagrante, por ejemplo) conforme se obstina en presentar analogías con las problemáticas del presente. Ciudad Gótica, que no es otra que Nueva York, es tomada por una banda de retórica revolucionaria. ¿Es Bane (Tom Hardy) una suerte de Robespierre para los tiempos que corren? A pesar de sus palabras, no es más que un criminal: dice liberar a los ciudadanos de Gótica, pero en realidad quiere exterminarlos, como dicta el plan de la Liga de las Sombras. Esta traición del discurso emancipatorio es el componente más reaccionario de la película: ¿se trata de demostrar que toda subversión es, en el fondo, un proyecto perverso? 

Bruce Wayne, interpretado con enorme solvencia por Christian Bale a lo largo de la trilogía, es un oligarca. Eso sí, un oligarca con buenas intenciones (energía limpia, filantropía, etc.). Su enfrentamiento con Bane (que en realidad se halla a las órdenes de Miranda, la nueva femme fatale de Nolan, interpretada con intermitencias por Marion Cotillard) no es más que la pesadilla del capitalismo de todas las épocas: una masa criminal lumpenizada que atenta contra el derecho de propiedad, del que derivan todos los demás. 

Bane quiebra a Wayne física y económicamente: le rompe la espalda, le roba su fortuna. El heredero habrá de escapar de un pozo que funge como prisión. Tal es la moraleja que implica el ascenso del Caballero de la Noche: Es momento de arriesgar, de invertir, señores, de hacer circular el capital antes de que el futuro sea oscurecido por la noche de los proletarios. Rise! Y, sin embargo, ahora sabemos cuál es su pesadilla y nuestro sueño: hacer de cada ciudad un territorio liberado. ¿Estás mirando atentamente? 

La Tempestad, México, septiembre-octubre de 2012

Notas sobre Julieta Campos

1. Hay un concepto, una idea que se impone en la lectura de los relatos de Julieta Campos. Es la del límite, el borde, el espacio de transición entre una condición y otra, acaso su contraria. Fabienne Bradu lo ha definido, con precisión, como el lugar que media, y aquí la cito, «entre lo sólido y lo líquido, entre lo lleno y lo vacío, entre el movimiento y la inmovilidad, entre la superficie y lo subterráneo, entre la vida y la muerte». Ahora que ciertos escritores utilizan, a la vez con entusiasmo y candor, el rentable término fronterizo –sobre todo aquellos que confunden las fronteras geográficas con las estéticas–, conviene volver a los libros de una autora exigente y rigurosa, creadora de una obra híbrida, sin fisuras, plena de recursos que componen, a través de una prosa soberana y límpida, relatos de estirpe hamletiana: narrar o no narrar, relatar o eludir la empresa. Estamos ante una obra que hace de la tensión dialéctica una fuente de potencia estética. Para evitar confusiones, recurro aquí a la iluminadora lectura que Slavoj Žižek ha hecho de Hegel: la dialéctica no como reconciliación de los opuestos sino como afirmación de la diferencia, la aceptación de la contradicción como tal. 

2. Me pregunto: ¿habré caído en alguna de las trampas que la propia Campos sembró en cada uno de sus libros? Me refiero a aquellas que desarman a los críticos carentes de ambición: cada texto de nuestra autora adelanta los argumentos del reseñista por venir. (Pienso, en medio de un discreto paréntesis, si no se halla ahí, en el reto de no repetir las tesis de la autora, la razón por la cual una obra tan ferozmente lúcida ha tenido entre nosotros tan pocos comentaristas perspicaces.) Las novelas de Campos, si es que así puede llamárseles, ofrecen la posibilidad de una historia y, al mismo tiempo, un arsenal de argumentos críticos. Son, digámoslo pronto, relatos potenciales o, para decirlo con el término de moda, metaficcionales. Pensemos en las páginas finales de Tiene los cabellos rojizos y se llama Sabina (1974): a lo que se cuenta –que no es más que la posibilidad de un desarrollo, o el comentario de su posibilidad– sigue un conjunto de reflexiones teóricas sobre la propia novela, sobre la Función de la novela (como reza el título del ensayo de Campos de 1973, acaso la contraparte del libro antes mencionado). Así, el crítico dócil recibe algunas frases-regalo que podría copiar y ampliar. Si algo resulta sorprendente en los textos de esta autora es la manera en que presenta las dos caras de la narración de manera simultánea. El relato y su comentario se tejen con una maestría pocas veces vista en la literatura de nuestra lengua. 

3. Así como los textos de Campos ponen sobre la página el concepto de límite, de frontera, de borde, dibujan una metáfora que anima una novela entera. La metáfora es la isla. La novela es El miedo de perder a Eurídice (1979). Se trata ciertamente de una metáfora relativa, si consideramos que la existencia efectiva de una isla, Cuba, definió en buena medida el imaginario que alienta el ciclo abierto con Muerte por agua (1965; rebautizada como Reunión de familia) y ampliado con Celina o los gatos (1968), además de las obras de madurez ya mencionadas. La primera frase de su relato último, La forza del destino (2004), dice categóricamente: «Empeñados, siempre, en narrar la Isla». La isla de Cuba es narrada en esta novela definitiva, acaso la historia que se nos escamoteaba en los libros que le anteceden. La Isla es la imagen de la Utopía, en un sentido a la vez literario y político. Y la Utopía, conviene recordar, no es el lugar que nunca existirá, como algunos pretenden con el uso del adjetivo utópico (incluso Marx cayó en la trampa) sino, por el contrario, el lugar que no existe porque habremos de construirlo. Para ceñirnos a lo estrictamente literario, ese lugar no es otra cosa que el texto. («Todos los textos son islas», se dice en El miedo de perder a Eurídice.) Cuando Campos habla de la Isla, habla de un deseo concreto: establecer la autonomía de la ficción. Conviene decirlo de una vez: Julieta Campos es uno de los exponentes mayores de la mejor tradición narrativa mexicana, la del relato vanguardista, que tiene como precursora la olvidada Novela como nube de Gilberto Owen y cuya última expresión es el conjunto de nouvelles de Mario Bellatin. Ahí están, entre otros, Juan Rulfo, Salvador Elizondo, Josefina Vicens, Juan Vicente Melo o el José Emilio Pacheco novelista. Me temo que, aunque no habla de autonomía de la ficción, Campos adelantó mi argumento en su Eurídice, donde escribe: «Decir que el deseo engendra el relato es decir que engendra la utopía, que es decir que engendra la Isla». No deja de ser significativo que el fraseo de nuestra autora, su ritmo inconfundible, evoque el oleaje. Como las olas, su prosa delimita un espacio. Los relatos de Campos son universos autónomos, todo ocurre dentro de ellos con suficiencia: la narración y su imposibilidad, la escritura y su crítica. Vertebrado por una coherencia sorprendente, el conjunto de sus ficciones forma un archipiélago irrepetible en el panorama de la literatura mexicana. 

4. Más que un estilo, Campos es una voz. Una voz que se fragmenta, que se multiplica, que parece atender a la identidad escindida (y por lo tanto borrosa) de su autora, cubana y mexicana a un tiempo. «Somos todas las voces. Somos un torrente», escribe en La forza del destino. Lo que podría sonar a soflama demagógica es en sus relatos un recurso de desdoblamiento permanente: sus narradores presentan distintas perspectivas o posibilidades de la historia hasta convertirse, más que en voces autónomas, en un coro multiforme. Acaso este recurso sea un modo de representar la dialéctica de lo individual y lo social y, al mismo tiempo, de negar el principio de identidad. Porque, después de todo, ¿quién narra? Es probable que Campos se haya sentido identificada con aquella célebre y portentosa página titulada “Borges y yo”. A uno le suceden las cosas para que el otro escriba. Sin embargo, nuestra autora intenta resolver la dicotomía a través de la voz fragmentada y coral: en sus libros están la Julieta Campos mujer y la Julieta Campos narradora, a quienes se suman los personajes (narradores en muchos casos) que animan sus ficciones, y que, de algún modo, son también trasuntos de su autora. ¿Quién narra, entonces, en los relatos de Campos? Todos y nadie. 

5. Félix de Azúa ha distinguido entre los narradores de historias y los artistas de la narración. Los primeros recurren a la lengua codificada, utilizan el lenguaje como un simple vehículo comunicativo para contar una historia, con personajes, intriga y representación verosímil. Los segundos no están seguros de tener algo que contar, pero saben que su compromiso es, como ha dicho Juan Goytisolo, «el de devolver a la comunidad lingüística una lengua distinta de la que ha recibido en el momento de comenzar su propia creación». Y lo asumen situando en primer término su incandescente materia prima. Sobra decir que Campos es una de nuestras mayores artistas de la narración. Aquí me permitiré, sin embargo, una posdata política. Campos encarna un ejemplo notable de escritor de izquierda, o mejor, de persona de izquierda que escribe. Su nivel de sofisticación le impidió confundir los ámbitos: realizó una obra literaria de avanzada, comprometida con las exigencias de la narrativa de su tiempo. No hay, en ninguno de sus textos, voluntad aleccionadora en el campo político, si bien es difícil disociar la utopía que sus narraciones construyen de la utopía a la que sus compromisos políticos apuntaban. Me ubico a la izquierda de sus posiciones, pero no puedo dejar de añorar el tipo de intelectual que Campos representa, congruente en su vanguardismo tanto en lo estético como en lo político. Pocas cosas me parecen más repugnantes que la llamada “izquierda moderna”, término inventado por la derecha para impulsar el nacimiento de una izquierda a modo, posmoderna. La obra y el pensamiento de Julieta Campos dibujan algo bien distinto, ajustado a la exigencia de Rimbaud: ser absolutamente modernos. 

Leído en un homenaje a Julieta Campos con motivo de su muerte, junto a Fabienne 
Bradu y Margo Glantz. Casa Refugio Citlaltépetl, México DF, octubre de 2007

martes, 11 de septiembre de 2012

Dalí como peligro

Cuando miro el cielo estrellado, lo encuentro pequeño. 
O soy yo quien crece, o es el universo el que se encoge. 
 A menos que sean las dos cosas al mismo tiempo.
Salvador Dalí 

La pregunta 
Son las cinco de la tarde. Como todos los días, tomo el té con mi tía, en un pequeño salón dispuesto para el ritual. Las tazas y la tetera son de porcelana, y están decoradas con El Ángelus de Millet. Nos sorprende un enérgico trueno. Observo el agua, que vibra intensamente. Al agitarse, la vajilla produce un rítmico tintineo. Cuando el estruendo termina, mi tía me mira a los ojos y sonríe. Sin preámbulos, dispara: «¿Qué hacemos con Dalí?». La pregunta me inquieta. No respondo. Me levanto, camino hacia la ventana. Mi tía me acerca, en una carretilla, trozos de carne cruda. Los arrojo sobre un tejado cercano. Luego de unos minutos, comienzan a acercarse los gatos. Tomo la resortera, que descansa en una pequeña charola de plata, y comienzo a lanzar garbanzos. Los gatos lloran con cada impacto, salvo uno, el elegido, al que no hiero. Para él es la carne. Dejo el asunto por la paz y vuelvo a mi asiento. Mi tía me sonríe, una vez más: «¿Qué hacemos con Dalí?».

La máscara 
Salvador Dalí. Lo más conveniente es amarlo u odiarlo visceralmente. Sin reflexiones. Sin argumentos. Cuando se razona el entusiasmo o la aversión aparece el Dalí-peligro, siempre seductor. ¿Fue un artista genial? No, evidentemente, pero es una necedad regatearle talento al mayor engatusador del siglo XX. ¿Por qué sigue encandilándonos? Porque los fanfarrones encarnan nuestras aspiraciones secretas. Tiranizados por nuestra medianía, reprimimos al fantoche que habita en nosotros. 

La transformación personal de un individuo como Salvador Dalí Domènech, nacido en Figueras, una pequeña ciudad catalana, en 1904, es aleccionadora. Víctima de una timidez patológica sólo atenuada por la práctica obsesiva de la masturbación, entendió muy pronto que la única forma en que alcanzaría su meta en la vida, la celebridad, sería cometiendo un suicidio y gestando, al mismo tiempo, una resurrección. (En las primeras líneas de su magistral Vida secreta leemos: «Cuando tenía seis años quería ser cocinera y a los siete, Napoleón. Desde entonces mi ambición no ha dejado de crecer.») Así, el joven que se ruborizaba ante la mirada de cualquier mujer (u hombre), que era incapaz de relacionarse física o afectivamente, se transformó en un exhibicionista insaciable y, finalmente, en un comerciante sin escrúpulos. El hijo de notario tuvo que morir para que naciera el actor y, con él, la fama. No es casual que Dalí titulara a su única y fallida novela Rostros ocultos. Ni que la encabezara con un epígrafe de Descartes: Larvatus prodeo (avanzo enmascarado). Tampoco lo es que su museo en Figueras ocupe el lugar de un teatro destruido durante la Guerra Civil española. En 1972, en una cena parisina en la que se pidió a los invitados usar máscaras, Dalí se negó a hacerlo con un argumento irrefutable: «Mi cabeza es mi máscara». El Dalí célebre fue un histrión que se aferró a su disfraz hasta que los embates de la senilidad lo devolvieron a su condición primera: la de hombre avergonzado e incontinente. 

Dalí es, en tal sentido, un precursor, y su espectáculo vital prefiguró la obra y las actitudes de algunas celebridades del arte actual, como Damien Hirst o Matthew Barney. (No debe olvidarse, además, el peso de su influencia en el arte pop, concretamente en Andy Warhol.) Su legado, de cualquier modo, tiene que ver más con la cultura popular que con el arte. La publicidad, los videojuegos, el cine comercial, los videoclips, la animación –no en balde trabajó con Walt Disney en la realización de Destino (1946 / 2003)– y un sinnúmero de elementos visuales de nuestro tiempo han incorporado sin chistar el surrealismo del supermercado daliniano. Mientras tanto, en el campo de las artes visuales muy pocos creadores además de los ya citados se atreven a nutrirse de Dalí. Al menos en lo formal. En cuanto a las estrategias comerciales vivimos una era donde el catalán es un descarado santo patrono: cuando hay dólares de por medio, todo vale, incluidas las tácticas encaminadas a cretinizar al público. 

La mantis religiosa 
«¿Qué hacemos con Dalí?». La segunda vez que oigo la pregunta me resulta francamente turbadora, pues la entonación me hace pensar que el pintor ampurdanés se halla en el sótano, amordazado. Mi tía se levanta de su asiento y recoge nuestras tazas. Camina hacia la cocina ligeramente encorvada, a la manera de una mantis religiosa. Cuando vuelve, trae una cubeta llena de leche tibia. Su mirada se ha vuelto feroz. Nos sentamos, otra vez. Saca de un cajón una pequeña reproducción de El Ángelus. Sonrío. Como todas las tardes, sumergimos el cuadro en el líquido. Luego observamos, con entusiasmo, los efectos que se producen en él. Afuera llueve y, dado que aborrezco ese fenómeno atmosférico, espero su final. Mi tía me llama. Me hace ver que sus colmillos guardan el filo de sus mejores años. Ya no sonrío. Toco mi nuca, nervioso. 

El pintor 
Salvador Dalí –lo ha escrito Ian Gibson en su monumental biografía– siempre se definió como un genio, pero nunca como un pintor genial. Sabía que su aporte se hallaba en el plano de las actitudes espectaculares. Aunque le debemos una singular iconografía pictórica, su universo acarrea un exceso de deudas. Robó demasiado a Tanguy, a Miró, a De Chirico, a Boccioni. Ayudado por una técnica extraordinaria –aunque académica–, colocó sobre el paisaje del Ampurdán –Cadaqués, Port Lligat, Cap de Creus– sus obsesiones más angustiantes: la impotencia, la autoridad del padre, la homosexualidad, la vergüenza. Por eso hay tantas muletas y burros podridos, tantos símbolos de la castración, tantas referencias a su amigo –y frustrado amante– Federico García Lorca, tantos personajes que ocultan el rostro. Y está, también, Gala, su amante-madre-manager, la musa indescifrable que lo liberó (al menos durante un tiempo) de la angustia sexual… para luego enseñarle el camino de la voracidad monetaria. 

Entre 1927 y 1930 Dalí fue un pintor importante. Menos original de lo que habitualmente se cree, construyó un mundo que ilustra como ningún otro los aportes de la teoría freudiana al movimiento surrealista. Y creó algunas obras notables: La miel es más dulce que la sangre (1927), Aparato y mano (1927), Cenicitas (1927-28), Los primeros días de la primavera (1929), Los placeres iluminados (1929), El gran masturbador (1929) o El juego lúgubre (1929). Su trabajo en los años treinta siguió teniendo momentos lúcidos, pero sufrió una progresiva degradación que alcanzó altísimas cimas de vulgaridad hacia el final de la década. Lo que pintó después es un cúmulo de baratijas comerciales cuyo ilusionismo banal decora hoy las fantasías y los muros de miles de hogares. 

¿Qué tan inconscientes eran los impulsos que daban vida a estos lienzos? ¿Era Dalí, como sus aduladores creían –creen–, el único surrealista auténtico? Incluso en sus mejores momentos, es difícil verlo así: todo en sus cuadros es resultado de actos conscientes, meditados, calculados. Su «conquista de lo irracional» provenía de razonamientos exhaustivos, como en su admirado marqués de Sade. Al principio, sus pinturas apostaron por la provocación y el escándalo. Luego, por la fácil seducción. Dejó de ser un artista para transformarse en publicista de sí mismo. Nada es más rentable que la estridencia. Y que los relojes blandos. 

Los mensajes cifrados 
La lluvia ha adquirido aspecto de diluvio. Tendré que esperar a que termine. El viento sopla con una fuerza inusual, que nos obliga a asegurar las ventanas. Mi tía saca una caja ubicada debajo de su asiento. Extrae de ella una serie de recortes de periódicos. En todos ellos aparecen textos de un escritor al que dice conocer. «Son mensajes cifrados», alega. Observo las anotaciones en los márgenes de los papeles. Al parecer, ella y el columnista tienen algún tipo de relación. «Sólo nos hemos visto un par de veces», aclara. «Hay un mensaje que no he podido interpretar». Mientras lo dice, acerca la cubeta con leche. Le hago ver que el líquido se ha enfriado. Me responde que, en este caso, la temperatura carece de relevancia. Entonces sumerge el recorte. Al sacarlo, escurriendo leche fría, lo observa detenidamente. Parece consternada. Se levanta, abre una ventana. Le acerco la carretilla de carne y el frasco con garbanzos. Toma la resortera y comienza a disparar contra la gente que pasa por la calle. Súbitamente, el pelo agitado por el viento, el rostro humedecido por la lluvia, vuelve a hacerme la pregunta. 

El escritor 
¿Qué puede exigírsele a un escritor cuyo único tema es él mismo? La formulación de una voz única que se convierta a la vez en estilo y personaje, en forma y tema. En ese sentido, Dalí fue un escritor de primer orden. Sus textos autobiográficos y ensayos son desopilantes ejercicios de megalomanía que mitifican todo lo que tocan. 

Fracasó como novelista porque Rostros ocultos (1947) es una ficción escrita por alguien que finge vivir desbordado por su genio. Posee, eso sí, pasajes estupendos, como aquel en el que el conde Grandsailles declara a Solange de Cléda: 

«Es un milagro maravilloso que jamás haya habido nada entre nosotros». –Y añadió con voz ronca: «¡Juremos que jamás haremos nada que pueda mermar nuestro deseo!». –Luego, besó la otra mano de Solange y dijo con voz firme y baja: «Vamos a atarnos juntamente en mutua atracción». 

Por lo demás, la narración es flagrantemente anacrónica. En cambio, a La vida secreta de Salvador Dalí (1942) y Diario de un genio (1964) los anima una voz inconfundible, que entona cada frase con un registro delirantemente personal: a una brillante disertación analítica sigue un aforismo de la estirpe de Wilde; a una disparatada opinión sobre cualquier tema sigue una frase pulida e hilarante como las de Groucho Marx. Probablemente no haya texto autobiográfico con un inicio que supere al del Diario

Para escribir lo que sigue calzo zapatos de charol por vez primera desde hace mucho tiempo, zapatos que no consigo llevar por mucho tiempo, pues me vienen terriblemente apretados. Suelo ponérmelos antes de empezar una conferencia. El doloroso constreñimiento que ejercen sobre mis pies tiene la virtud de acentuar al máximo mis facultades de orador. Este tormento agudo y agobiante hace que cante como un ruiseñor, o como uno de esos cantantes napolitanos quienes, a su vez, calzan zapatos estrechos. 

En los textos “autobiográficos” de Dalí es evidente el magisterio de Nietzsche. Es fácil imaginar al joven artista –entusiasta lector del pensador alemán– extasiado con los rotundos títulos de algunos de los capítulos de Ecce homo: “Por qué soy tan sabio”, “Por qué soy tan inteligente”, “Por qué escribo tan buenos libros”, “Por qué soy un destino”. Después, claro, como no podía ser de otro modo, el catalán terminó por afinar su voz megalómana: «¡Hasta en los bigotes iba yo a superar a Nietzsche!».

Como autor de ensayos-ficción, Dalí alcanza la cumbre en El mito trágico de “El Ángelus” de Millet (escrito entre 1932 y 1935, aunque publicado en 1963), uno de los textos sobre arte más originales jamás escritos. Es un libro que, en última instancia, habla de su autor, en este caso concentrado en la aplicación del método paranoico-crítico, donde el universo entero se arremolina en torno a una imagen obsesiva. Luego de leer el texto daliniano, resulta imposible ver con inocencia el célebre cuadro de Millet. La mujer nos inquieta con su pose de mantis religiosa, a punto de devorar la nuca del macho a enormes dentelladas. Y en la carretilla con bultos no podemos dejar de ver, materializada, la siempre violenta pulsión sexual. 

Dalí poseía un estilo inconfundible que, en sus mejores momentos, mezcla con precisión el humorismo impenitente y la inteligencia penetrante. Ese tono anima textos escritos en tres lenguas –catalán, castellano y francés– que, ortográfica y gramaticalmente, nunca dominó, pero a las que dotó de una plasticidad sorprendente. Panfletos como Los cornudos del viejo arte moderno (1956) y Carta abierta a Salvador Dalí (1966) o los artículos recogidos en ¿Por qué se ataca a la Gioconda? (1927-1978) son una buena muestra de ello. Su lectura nos confirma lo de siempre: los autores de peso nos hacen gozar con ideas que no necesariamente compartimos. Así, esa prosa de intensa ductilidad nos permite pasar por alto la estupidez política y el oportunismo vergonzante del último Dalí. 

El límite 
«¿Qué hacemos con Dalí?». Por su bien, por el nuestro, mantengamos el enigma intacto. Dalí es un peligro porque representa un límite. Es el artista que se prostituye, el revolucionario que se transforma en fascista, el mezquino incapacitado para sorprender con un gesto generoso. Pero es también el escritor original, el pintor transgresor, el talento desmesurado, el mayor hombre-espectáculo de su siglo. Incluso el gran cineasta potencial que se asoma en dos películas de Buñuel –Un perro andaluz (1929) y La edad de oro (1930)– y en decenas de proyectos frustrados –como La carretilla de carne. Mientras le temamos, seguirá fascinándonos. 

Parodiando a André Breton, Dalí escribió: “¡La belleza será comestible o no será!” Sólo algunos de sus cuadros, los que aún nos inquietan, permanecerán. La gran mayoría de ellos, comestible de origen, ya ha sido digerida. Ahora es detritus, mierda, lo que no necesariamente ofendería al pintor, ser escatológico por antonomasia. Pero hay otro Dalí inmanejable, cuya presencia nos inquieta porque evidencia a un tiempo la vulgaridad de la fama y el encanto del cinismo. Con él no podemos hacer nada, y su carácter volátil perpetuará el peligro. 

La respuesta 
Ya en la calle, siento el golpe de un garbanzo en la nuca. Volteo sorprendido. Desde su balcón, mi tía sonríe, con la resortera en la mano. Nunca ha estado más encantadora, ni más parecida a una mantis religiosa. Leo en sus labios la pregunta, otra vez. Entonces le respondo: «¡Tíraselo a los gatos!».


Letras Libres (ay), México, agosto de 2004

La querella de la cultura

Antes que una «durísima radiografía de nuestro tiempo y nuestra cultura», como lo publicitan tanto sus editores como los reseñistas afines, el último libro de Mario Vargas Llosa permite apreciar una de las características centrales del momento que vivimos: la primacía de la opinión sobre el pensamiento. Travestido de ensayo de ideas, La civilización del espectáculo es un compendio de artículos y conferencias que, aparecidos en diarios y revistas, opera como un largo y farragoso lamento por el fin de la cultura burguesa.

A la par que defiende a la economía de mercado –«sistema insuperado e insuperable para la organización de recursos»–, el escritor peruano denuncia una de sus consecuencias flagrantes: la banalización de los productos de la cultura derivada de su mercantilización (la industria cultural, para decirlo adornianamente). Y elige un término –algo extraño en un humanista liberal– asociado a textos bien conocidos de la tradición marxista: espectáculo. Remontémonos, por ejemplo, a Walter Benjamin: «La humanidad, que antaño, en Homero, era un objeto de espectáculo para los dioses olímpicos, se ha convertido ahora en espectáculo de sí misma» (La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, 1936). Pero el libro referencial sobre este tema, con el que Vargas Llosa coincide superficialmente, es La sociedad del espectáculo (1967), de Guy Debord. Una frase basta, sin embargo, para distinguir la posición del francés: «La producción capitalista ha unificado el espacio, que ya no está limitado por sociedades exteriores. Esta unificación es a la vez un proceso extensivo e intensivo de banalización».

En la introducción del libro, “Metamorfosis de una palabra”, Vargas Llosa repasa algunas tesis sobre la cultura. Extraña, tratándose del tema central del libro, la falta de exhaustividad. El autor se detiene en T.S. Eliot, George Steiner, Debord y Gilles Lipovetsky; con el avance de la lectura, queda claro cuál es el espíritu rector de La civilización del espectáculo: «Eliot afirma que la alta cultura es patrimonio de una elite y defiende que así sea porque, asegura, “es condición esencial para la preservación de la calidad de la cultura de la minoría que continúe siendo una cultura minoritaria”». Con sus matices, el libro de Vargas Llosa se coloca en esa posición, si bien asume que el proceso de democratización cultural (y de la banalización que, según él, ésta produce) es irreversible. ¿Qué lamenta, entonces? La pérdida de autoridad, de jerarquías y de consensos estéticos, que considera una consecuencia del «carnaval» de Mayo del 68.

Es difícil poner en duda que la cultura ha sufrido, en Occidente, un proceso de transformación significativo en el último medio siglo, donde se ha gestado la llamada posmodernidad, célebremente definida por Fredric Jameson como «la lógica cultural del capitalismo tardío» (tardío: herencia –optimista– de Marcuse). Sin embargo, sólo la desinformación respecto al desarrollo de las artes contemporáneas puede llevar a alguien a afirmar lo que sigue: «nuestra época […] ya no produce creadores como Ingmar Bergman, Luchino Visconti o Luis Buñuel. ¿A quién corona ícono del cine de nuestros días? A Woody Allen, que es, a un David Lean o un Orson Welles, lo que Andy Warhol a Gauguin o Van Gogh en pintura». Vargas Llosa no sólo parece desconocer las innumerables exploraciones fílmicas de las últimas décadas, sino que demuestra una ignorancia supina respecto a la importancia de Warhol, a quien considera un pintor.

Vargas Llosa se siente burlado por lo que experimenta ante la producción artística actual. Sobre la música, se limita a ejemplificar la decadencia a través de la música pop. Sobre la literatura, despotrica contra los best-sellers. ¿Está realmente informado el Nobel de literatura? Su libro es una triste respuesta negativa. El articulista semanal quiso escribir un ensayo polémico, pero entregó a imprenta un texto para la pequeña burguesía ilustrada que, incapaz de asimilar las transformaciones de la cultura contemporánea, prefiere acusar de timo a todo lo que escapa a su comprensión. 

¿Qué significa, hoy, defender la idea de “alta cultura”? Escribe Terry Eagleton en La idea de cultura (2000): «Además de otras cosas, es un instrumento por medio del cual un orden dominante se forja una identidad propia en piedra, palabras y sonidos». Es imposible, entonces, no recurrir de nuevo a Benjamin, en un pasaje de sus Tesis sobre la historia (1940): «Todos [los bienes culturales] deben su existencia no sólo a la fatiga de los grandes genios que los crearon, sino también a la servidumbre anónima de sus contemporáneos. No hay documento de cultura que no sea a la vez un documento de barbarie». Defender la “alta cultura”, hoy, es defender la “civilización” en el sentido imperial del término: la sociedad de clases. 

La civilización del espectáculo llega con décadas de retraso, lo que inhibe cualquier debate serio sobre sus postulados, demolidos anticipadamente por pensadores como Debord o Jameson. El primero los caracterizó como «pensamientos sumisos», cuyo carácter no dialéctico los vuelve equivalentes a la publicidad del sistema. El segundo, por su parte, ha hablado del «desgañitado patetismo con el que los conservadores […] lamentan la pérdida del pasado y de la tradición». Opiniones sin ideas, el libro es un llanto reaccionario en lo estético, lo político y lo moral (¡critica el sexo sin amor!). Vocero habitual del orden dominante (recomiendo la lectura de la página 182, donde explica lo que la cultura es para los liberales: una ideología que garantiza la circulación del capital), Vargas Llosa es incapaz de pensar fuera del sistema. La civilización del espectáculo, escrito con una prosa periodística muchas veces obtusa, es un fruto previsible de la cultura a la que pretende denunciar. 

La Tempestad, México, julio-agosto de 2012

martes, 22 de mayo de 2012

Volúmenes bajo la luz

Mientras prepara su proyecto de fin de carrera, poco antes de que, en Berlín, el Muro se desplome, Alex conoce a Ivona, una inmigrante polaca. Él es alemán, muniqués para más señas, y pronto se graduará como arquitecto. Ante la mujer, su primera sensación es de desagrado, pero le resultará imposible olvidarla. Unos días después de ese primer encuentro, insatisfecho con su trabajo –que un amigo ha relacionado, para su decepción, con Aldo Rossi–, Alex decide comenzar de nuevo. Su primer esquema, de voluntad purista, partía de la forma exterior: un cubo derivado de la superficie del terreno y la altura permitida por la normativa. El nuevo diseño, por el contrario, surge del interior:

Me puse en el lugar de una persona que visita un museo y desarrollé la estructura del edificio a partir de un recorrido imaginario. No fue una labor de construcción, sino un trabajo a partir de las sensaciones, y fui probando los espacios como se prueba uno la ropa. A menudo me quedaba de pie en mi estudio con los ojos cerrados y desplazaba las paredes de un lado a otro, observando la incidencia de la luz, avanzando lentamente y a tientas. […] con el tiempo fue surgiendo un sistema espacial, con pasillos y aberturas, que se asemejaba más bien a un organismo que a un edificio. Sólo después me puse a hacer el envoltorio de la edificación, el cual, en realidad, no era más que eso: un envoltorio. 

La negociación entre el espacio literario y el arquitectónico es antigua. Tiene interés, sin embargo, acercarse al modo en que la plantea Siete años (2009), del suizo Peter Stamm: en la novela, la arquitectura es la representación de un tercer ámbito, el espacio interior. Los edificios funcionan como materializaciones de deseos, de estados psíquicos, de emociones, como lo anuncia la frase de Le Corbusier que portica el libro: «Las luces y las sombras develan las formas». 

Como se dijo, Alex queda perturbado por Ivona, que lo ama incondicionalmente desde el primer momento. Pero se casará con Sonja, mujer bella aunque algo rígida, compañera de estudios llena de proyectos. Con ella formará un estudio que, al igual que su matrimonio, marchará bien durante un tiempo. Son guapos y exitosos, es decir, tienen todo lo necesario para triunfar en una sociedad como la de Múnich, donde –para usar una frase de Valéry sacada de contexto– «lo más profundo es la piel». Stamm ha reconocido que eligió la ciudad alemana por el pronunciado sentido del estilo que se percibe en ella. Las apariencias son de primera importancia. 

Le Corbusier sobrevuela la novela de diversas maneras, en el inicio como figura tutelar del trabajo de Sonja. Pero ¿por qué una burguesa le profesa tanta admiración, e incluso aspira a proyectar escuelas y viviendas sociales? Habría que recordar lo que el maestro suizo escribió en sus inicios, cuando abrazaba la estética maquinista y representaba, voluntaria o involuntariamente, los intereses de la clase dominante: «La sociedad desea violentamente algo que obtendrá o que no obtendrá. Todo reside en eso, todo depende del esfuerzo que se haga y de la atención que se conceda a estos síntomas alarmantes. / Arquitectura o revolución. / Se puede evitar la revolución» (L’Esprit Nouveau, no. 29, febrero de 1925). Una arquitectura que pretende evitar la revolución, es decir, una arquitectura reaccionaria, a pesar de su plástica radicalmente moderna. Más allá de que afinara sus ideas políticas con los años, es al primer Le Corbusier a quien Sonja venera, es decir, aquel que postula la arquitectura como amortiguador: ante la desigualdad económica, viviendas dignas que permitan al obrero sentir que su situación ha mejorado. 

Alex, un inmaduro crónico –no es casual que Ivona reciba su nombre de Yvonne, princesa de Borgoña, la obra de teatro de Gombrowicz: el escritor de la inmadurez por excelencia–, busca en cambio algo cercano a una arquitectura emocional, memoriosa, melancólica (de ahí la aparente cercanía con Rossi). En el pasaje citado al principio, el narrador de la novela describe su método, un espacio interior que se proyecta hacia el exterior. Es, en el fondo, la metáfora de una vieja fantasía pequeñoburguesa: la búsqueda de la autenticidad, la creencia de que el verdadero yo acecha detrás de la fachada, de que no somos necesariamente lo que dejamos ver. Esa ilusión lo ata a Ivona, cuya sumisión le permite poner en funcionamiento sus deseos reprimidos, fundamentalmente el de dominación. La descripción del dormitorio de la polaca, cuando se reencuentra con ella luego de años de no verla, es significativa: «Las cortinas estaban echadas, y tardé unos instantes en reconocer a Ivona en medio de aquella penumbra. Estaba sentada en una poltrona junto a la ventana. También esa habitación parecía estar atestada de cosas. El aire olía a rancio, y hacía demasiado calor». No hay, ahí, otra cosa que lo siniestro, tal como lo entendía Freud y como lo ha estudiado Anthony Vidler en la arquitectura: el redescubrimiento de algo familiar que ha sido reprimido, el incómodo reconocimiento de la presencia de una ausencia. Alex vive un permanente malestar, se siente ajeno a la vida que ha elegido. De ahí que, a pesar de tener posiciones tímidamente socialdemócratas, sus suegros sospechen de él, acusándolo de «socialista». 

En un momento de Siete años (traducida por José Aníbal Campos para Acantilado), cuando Sonja pregunta a Alex qué tiene contra Le Corbusier, éste responde: «Nada […]; sencillamente no me gusta. Sus obras tienen algo prepotente. Siempre tengo la sensación de que me quieren convertir en una persona ideal». Cuando, al final de la carrera, ambos viajan a Marsella para conocer la célebre Unidad Habitacional, la Cité Radieuse, Alex imagina una vida ordenada y tradicional, la vida que, de algún modo, tendrá: «Me estiré en el sofá e imaginé cómo sería vivir con Sonja en la Cité Radieuse. Tendríamos dos hijos, un niño y una niña; desayunaríamos juntos y llevaríamos a los niños a la guardería, y nosotros nos iríamos a nuestro estudio en el centro de la ciudad, donde trabajaríamos en proyectos de viviendas sociales. Era un enorme estudio en el centro de la ciudad, luminoso y con grandes mesas sobre las que había planos y maquetas de cartón blanco y “máquinas para vivir” por todas partes». Entre la posibilidad de ser quien cree que es, con Ivona, y la vida “ideal” corbusieriana, con Sonja, Alex elige inicialmente la segunda, pero terminará, en la tradición burguesa, formando un triángulo amoroso. Tendrá una hija con Ivona, y se la arrebatará para criarla con Sonja. Ya se sabe: en Europa sólo los inmigrantes son capaces de procrear. 

Arquitectura o revolución, daba a elegir Le Corbusier al promediar los años veinte, pero en 1931, junto a Pierre Jeanneret, participaría en el concurso para la construcción del Palacio de los Soviets. ¿Arquitectura y revolución, entonces? Lo que Stamm (Weinfelden, 1963) permite ver es el papel histórico de la disciplina: formalizar las relaciones de poder existentes. La tensión entre Le Corbusier y Rossi no es otra que la de modernismo y posmodernismo, entre la confianza plena en el progreso y la creencia de que la historia ofrece un repertorio de formas que pueden ser utilizadas en un presente perpetuo. El modernismo, a pesar de sus patologías, albergaba un potencial emancipador. El posmodernismo, incluso en su desarrollo posterior, no historicista, no se hace ilusiones: articula como puede la contradicción que implica buscar formas novedosas para ciudades degradadas por la lógica del capital.

La Tempestad, México, febrero-marzo de 2012