lunes, 25 de julio de 2011

Gracia, gloria y verdad

Ateo declarado, Pierre Michon parece escribir al amparo del versículo 14 del Evangelio de Juan: «Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad». El Verbo, como se sabe, «era Dios». Para Michon, sin embargo, esa deidad no es otra que la Literatura, cuya voz se escucha a través de aquellos capaces de convocar a la gracia. Esta visión teologal anima todos sus textos, y no son la excepción dos de sus libros más recientes, Abades (2002) y Los Once (2009).

La biografía especulativa, el singular género que practica el autor francés, nace de «la voluntad de hacer justicia a las pequeñas vidas olvidadas». Se trata del reverso de la Historia: no los grandes hombres sino aquellos que pasaron sus días a la sombra de éstos. Así, la aparición de la gracia en la escritura sería, para Michon, un triunfo a la vez estético y moral: cuando un texto es capaz de glorificar al hombre común.

Abades lleva el relato a alrededor del año 1000 para narrar, en un tríptico, el momento en el que surgieron las primeras hermandades benedictinas en la Vandea, región de la vieja Galia. La tensión entre la inmortalidad –a la que la gloria permite acceder– y la condición efímera del cuerpo es desarrollada, con una prosa dúctil, a través de la historia del abad Èble –«La gloria, que es el don de propagar el fuego en la memoria de los hombres, y la carne, que tiene el don de consumir a voluntad el cuerpo en una llama aguda, un rayo»–, hermano del duque Guillermo III Cabeza de Estopa, para quien el hierro domeñado, cuando atraviesa a un hombre, es la gloria misma. La irrupción en la Historia por la vía del crimen.

Si en Abades la gloria a la que aspira Èble se define por la contemplación de Dios, en Los Once ésta se relaciona directamente con el poder, lo que vincula a Cabeza de Estopa con los jacobinos. París, 1794, pleno Terror. Luego de darnos a conocer la biografía del pintor apócrifo François-Élie Corentin, el narrador –un experto que relata la historia del cuadro Los Once en la última sala del Louvre– describe el singular encargo que recibe el artista, el retrato de los once miembros del Comité de Salvación Pública, los responsables del Terror encabezados por Maximilien Robespierre: «Píntalos como a dioses o como a monstruos, o incluso como a hombres, si te lo pide el cuerpo. […] Conviértelos en lo que quieras: santos, tiranos, ladrones, príncipes». Un cuadro lo suficientemente ambiguo para representar a los líderes revolucionaros como héroes o como villanos, según lo exijan los tiempos por venir.

¿Por qué eligió Michon el período del Terror? En el prólogo a Virtud y terror (2007), selección de textos de Robespierre, Slavoj Žižek explica que las diversas lecturas de la Revolución francesa reflejan siempre las luchas políticas de un momento histórico concreto. ¿Ha puesto Michon su prosa –que en Los Once alcanza una de sus cumbres– al servicio de los conservadores de la actualidad? Los hipotéticos sentimientos de Jules Michelet ante el cuadro parecen reflejar su posición: «el alma colectiva que en él se ve no es el Pueblo, el alma inefable de 1789, es la vuelta del tirano global que se hace pasar por el pueblo. No once apóstoles, sino once papas». El anhelo, muy característico de nuestros días: 1789 sin 1793, revolución sin terror.

Pero ¿es ésa la verdad de Los Once? Michon atribuye el Terror al hecho de que los miembros del Comité fueron escritores frustrados, «viudos de la gloria literaria». Lo más interesante, sin embargo, está en otra parte: en la ambigüedad del cuadro, que no es otra que la de la novela. El autor francés ha mostrado su pasión por la pintura en libros como Vida de Joseph Roulin (1988), Señores y sirvientes (1990) y El rey del bosque (1996), lo que habla de una reflexión constante sobre la naturaleza de la representación. ¿Eran Los Once el Pueblo o una camarilla tiránica? Michon se decanta por lo segundo, y su narrador nos dice: «la Historia es terror puro». Y sin embargo…

La Tempestad, México, julio-agosto de 2011

lunes, 28 de marzo de 2011

Domar la bestia del corazón

En 2009, cuando se anunció que el premio Nobel de literatura recaía en Herta Müller (Nitzkydorf, 1953), no sólo quedó en evidencia la ignorancia de la prensa “globalizada” (desconcertada porque una escritora rumana tenía al alemán como lengua materna; súbitamente, la minoría suaba adquirió existencia mediática), sino, fuera del ámbito germánico, la incapacidad mayoritaria de la crítica para distinguir, entre el ingente volumen de libros editados en los últimos 20 años, a una de las voces más poderosas de la literatura contemporánea. Lo cierto es que de Müller ya se habían publicado en español cuatro libros notables. Y, entre ellos, una obra maestra, La bestia del corazón. La trascendencia editorial del Nobel ha permitido que Siruela añada un par de títulos, ambos destacados.

Los textos escritos a propósito de Müller se concentran, casi sin excepción, en el tema fundamental de su narrativa: la vida durante la dictadura de Nicolae Ceauşescu, que tuvo lugar entre 1967 y 1989. (Un régimen, por cierto, sostenido por las principales potencias “democráticas” de Occidente, dada su independencia de la Unión Soviética.) La obra de la escritora vendría a ser, de ese modo, una suerte de novelística documental que tendría como finalidad recordarnos las opresivas condiciones de vida en los países del llamado “socialismo real”. ¿Se trata, entonces, de la nueva Solzhenitsyn, premiada como parte de los festejos liberales por las dos décadas transcurridas desde el hundimiento del comunismo?

Por fortuna, libros como En tierras bajas (1982), El hombre es un gran faisán en el mundo (1986), La piel del zorro (1992) o La bestia en el corazón (1994) impiden, con una escritura de sorprendente riqueza sensorial, su posible utilización propagandística: son literatura en el sentido más alto del término. Lo mismo ocurre con Hoy hubiera preferido no encontrarme a mí misma (1997), que forma, junto a los títulos de los noventa mencionados antes, una suerte de trilogía sobre el deterioro de las relaciones personales en tiempos de Ceauşescu. En un entorno vigilado, marcado por carencias civiles, Müller atiende lo universal antes que lo particular: no el yugo de la Securitate sino la conducta de individuos sometidos a la opresión, la explotación y la humillación. No, la rumana no construye grandes frescos históricos, listos para su adaptación al cine; por el contrario, centra su mirada en los pequeños gestos, la desviación de los afectos hacia los objetos cotidianos, el modo en que la lengua coloquial se eleva, se despega de la realidad para asumir formas metafóricas de enorme intensidad expresiva.

Por su parte, Todo lo que tengo lo llevo conmigo (2009) es el gran aporte de Müller a la literatura sobre la experiencia concentracionaria. En diversas entrevistas, la autora ha tenido la honestidad de distinguir entre los Lager y el Gulag, entre el proyecto genocida de la Alemania nazi y el brutal sistema penitenciario de la Unión Soviética. Lo que no le impide volver la mirada al momento en que, inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, el gobierno de Stalin, en represalia por la alianza de la Rumania fascista con Hitler, ordenó trasladar a los ciudadanos de origen alemán a campos de trabajos forzados en Ucrania, para colaborar en la reconstrucción de la URSS. Basada en el testimonio del poeta Oskar Pastior, otro rumano de expresión alemana, así como en diversas entrevistas con otros sobrevivientes, Müller construyó un relato de estremecedora belleza, sostenido en una prosa de delicado lirismo.

Con un rigor infrecuente, la escritora ha compuesto una obra donde el tema, más allá de la anécdota, se encarna en la lengua. En un alemán asistido por las inflexiones del habla rumana, con el fragmento como unidad narrativa, Müller entrega a imprenta libros que desnudan los mecanismos de la opresión: los de la familia, los de la sociedad, los del Estado. Atentando contra la transparencia del lenguaje, su escritura asume la contención que, en tiempos oscuros, era (¿es?) una estrategia de supervivencia. No hay, siquiera, signos de exclamación o de interrogación en sus textos, que sin embargo son territorios donde no escasean ni la intensidad ni el azoro. Y en medio de todo, como columnas que soportan los relatos, innumerables canciones populares rumanas, tristes e irónicas. Quizá porque, como decía Beckett, cuando la mierda te llega al cuello, lo único que queda es cantar.

La Tempestad, México, marzo-abril de 2011

lunes, 31 de enero de 2011

El efecto de realidad

Alguien dice: «La gracia aburrida de los motivos que suelen reiterarse, la expoliación de toda trama para producir mejor un tono o una modalidad de voz, la hipótesis de que entre la estructura y el sonido hay un abismo y la certeza de que los intervalos –así en la música como en la vida– son entidades, no relaciones, son la materia prima de esta obra». Lo dice Fogwill, en la cuarta de forros de Música japonesa. La enumeración sirve como puerta de entrada a Cuentos completos, uno de los grandes libros del idioma. Uno de los grandes libros de la literatura contemporánea. Aunque el título haga pensar en una compilación, se trata de una obra unitaria, escrita entre 1974 y 2007 y presentada por entregas en Mis muertos punk (1980), Música japonesa (1982), Ejércitos imaginarios (1983), Pájaros de la cabeza (1985), Muchacha punk (1992), Restos diurnos (1993) y Cantos de marineros en La Pampa (1998).

Se lee: en medio de una entrevista o de una conversación, Fogwill cantaba. Lieder de Robert Schumann, de Franz Schubert, de Hugo Wolf. Porque Fogwill –se ha escrito, se lo ha citado– era una voz. No tanto un instrumento musical como, etimológicamente hablando, un habla. Una forma de decir, una entonación. «Modalidad de voz», en sus propias palabras. Pero ¿qué modalidad? En principio, detengámonos en un pasaje de “Cantos de marineros en las pampas”:

Pocos han de quedar, si queda alguno, de los que supieron recibir al Capitán de San Martín cuando bajó por primera vez de la fragata inglesa y lo escucharon hablar como un godo.

Y no ha de haber muchos vivos que pudieron oírlo cuando fue General de estas Provincias y Gran Libertador de América y ni zetas ni eshes se le escapaban. Si hasta los mandos de batalla los profería estirando el labio para que ni oes ni aes sonaran como la voz de un monárquico hidemilputas.

Fogwill imagina a un San Martín recién llegado de España, donde se formó. Un San Martín con acento peninsular, de «godo», que para afirmar su autoridad ante las tropas rebeldes ha de erradicar «zetas» y «eshes». Ha de hablar como argentino. El desplazamiento del idioma a la lengua: una reivindicación política, la marca de origen de la literatura argentina desde que, en 1837, Juan Bautista Alberdi y Juan María Gutiérrez preconizaron el uso del habla cotidiana. A esa marca, a esa grieta del idioma fue fiel Fogwill.

Pero, dentro de esa grieta, Fogwill fundó una lengua propia. (Acaso su «certeza de que los intervalos […] son entidades, no relaciones» tiene que ver con una obra que abre su propio espacio, que postula su autonomía.) Todo texto suyo (los cuentos, las novelas, los poemas, los artículos, pero también las entrevistas –«la literatura como pequeño show privado», dice también la cuarta de forros de Música japonesa–) es una entonación. En ese sentido, los relatos de Fogwill tienen un protagonista exclusivo: la voz que, socavando las rutas previsibles del argumento, se impone a través de digresiones, momentos que combinan, con una maestría infrecuente, oralidad y reflexión teórica. Los «motivos que suelen reiterarse» son conocidos: el sexo, la droga, la política, la música, la violencia, el amor. Pero están ahí como zonas de anclaje, espacios discursivos que permiten ensayar el tono.

Cada cuento de Fogwill es un simulacro de saber –incluso cuando ese saber existe realmente, como lo relativo a los barcos en el magistral “Japonés”. Aquí el caso Borges resulta útil: donde parece haber un lector total, una erudición sin límites, hay en realidad un efecto. Fogwill opera del mismo modo: el simulacro –saberes militares, técnicos, mercadológicos, históricos, filosóficos, etc.– atestigua la maestría con la que manejaba sus materiales ficcionales. Su fuerza retórica, en suma. Sociólogo de formación, entendía que, en el horizonte pequeñoburgués, la adquisición de conocimiento es poder. A Fogwill, que intentó obtenerlo acumulando dinero, no le quedó otro poder que el del narrador sobre el lector, que el del hombre capaz de suscitar acontecimientos de lectura, como explica en el prólogo de Urbana (2003). Donde en apariencia asoma un materialismo banal, un fetichismo mercantil –las marcas se repiten como mantras–, no hay más que una ilusión referencial, para usar un término que Barthes deslizó en su conferencia “El efecto de realidad” (1968), título también del primer libro de Fogwill. El relato como artificio antirrealista: «el realismo tiene que pensar la realidad con las categorías de la realidad y las categorías de la realidad sabemos son deliberadamente ocultativas, ocultadoras».

Por encima de todo, una voz crítica. Si las categorías de la realidad son «deliberadamente ocultativas», Fogwill las extrae del habla social para, al colocarlas sobre la página, ponerlas en evidencia. Esos discursos, originados desde el poder para aceitar la maquinaria, dejan un sedimento en el lenguaje. Palabras, temas, inflexiones que el argentino reconstruye y desnuda. De ahí proviene, tal vez, el carácter anticipatorio de algunos de sus textos: “Los pasajeros del tren de la noche” (1981) anuncia la Guerra de las Malvinas, conflicto que sirve de escenario a Los pichiciegos (1983), obra maestra absoluta que, desde la condición claustrofóbica de la lengua, anuncia la simulación democrática por venir. Una simulación, por cierto, plena de desmoronamientos, que llevó a Argentina a una crisis sistémica (el momento narrado en Vivir afuera, donde todos han sido orillados). La nouvelle “Camino, campo, lo que sucede, gente” (1983) resulta estremecedora: es casi la predicción del colapso del aparato productivo y el subsecuente fenómeno de las fábricas recuperadas en la década pasada. ¿Clarividencia? No, en todo caso una capacidad asombrosa para extraer del relato social sus componentes premonitorios.

Como si eso fuera apenas la condición elemental del relato, en muchos de sus cuentos Fogwill desnuda los procedimientos a medida que narra. La estrategia metaficcional es célebre en piezas mayores de los ochenta, como “Help a él” (que parodia “El Aleph” borgesiano) o “Sobre el arte de la novela” (con guiños a El extranjero de Camus), pero es también evidente en relatos como “Otra muerte del arte” (aquí la alusión es a “El almohadón de plumas” de Quiroga) o “Memoria de paso” (reescritura argentina de Orlando de Woolf). Muchos de los narradores de Fogwill son escritores maquinando historias (y drogándose, y seduciendo mujeres). La construcción del relato es el relato, y en ocasiones, por ejemplo en “La probabilidad de los textos” (descartado de los Cuentos completos), todo el artificio queda al desnudo: «Elijo: todo es reversible y el llanto del niño de los vecinos del departamento de Liz podrá recomenzar en cualquier momento y esta vez sí lo dejaré llorar para que los despierte a todos». El distanciamiento à la Brecht tiene, entonces, un sentido: colocar al lector en una posición expectante, alerta. El lector como analista del discurso.

En la última entrevista que concedió, Fogwill se definió como un materialista histórico. Un materialista histórico perverso, podría añadirse. En su afán anticonsensual, el escritor argentino disparó contra todo y contra todos, sin dejar títere con cabeza. De ahí que sus posiciones oscilen entre el marxismo y, ay, el fascismo. Su desconfianza en toda forma de relato social lo colocó en una posición ambigua, cuando no abiertamente cínica. Y, sin embargo, más allá de la construcción de su personaje –entrañable, temible, admirable, despreciable–, su obra, que contiene algunas cumbres de la narrativa contemporánea, fue fiel a una intuición: al evidenciar los simulacros de realidad, la ficción es capaz de proponer otra experiencia sensible.

La Tempestad, México, noviembre-diciembre de 2010