viernes, 16 de abril de 2010

Una prosa ámbar

1. Hablar, por ejemplo, de la tentación de escribir un texto casi biográfico, un relato donde los acontecimientos se desplieguen en la página y, como en un ámbar, queden apresados entre las palabras. O decir, con un gesto irónico, que se es escritor antes de haber redactado una sola línea, que se comienza a escribir con anterioridad, sin pluma, secretamente, mientras se forja el temperamento que después, cuando perdamos la inocencia, llamaremos prosa. Agregar, en todo caso, que la experiencia del mundo es informe, inasible, que la escritura, con sus pliegues, con sus ondulaciones, hace visible lo antes nublado, que la vida, con sus alegrías y tormentos, es la materia que la prosa ordena sobre la página, acaso a la manera de una trampa adherente en donde caen las moscas. (O las ratas.) Por eso, a veces, las palabras vibran. Hablar, por qué no, de la gracia o, más precisamente, de los momentos de gracia, aquellos en los que, por un azar benévolo e incomprensible, lo escrito, esa voz hecha de palabras, otorga vida a lo que ya no la tiene, restituye el soplo, para que ellos sean, otra vez. 

2. Entonces viene lo que Juan José Saer llamó «concesión pedagógica». Y, sin embargo, con Pierre Michon se tiene la sensación de estar haciendo lo correcto. Al decir, por ejemplo, que nació en el poblado de Cards, en la Creuse francesa, en 1945, cuando Europa se acercaba al fin de la Segunda Guerra. Sucede que, luego de leer Vidas minúsculas (1984), dejar de mencionar ciertas cosas, ciertas personas, es casi traicionar el espíritu de una obra que se ha cimentado, con una prosa soberana y límpida, en «la voluntad de hacer justicia a las pequeñas vidas olvidadas». La de su madre, por ejemplo, profesora abandonada por su marido cuando el hijo de ambos tenía dos años de edad y para quien, según ha declarado éste, convertido luego en escritor mayor, fue escrita la obra maestra ya mencionada, un libro que la mujer apretó contra su corazón al expirar. O la suya, la del escritor tardío, o mejor: el escritor que durante 37 años careció de obra, pues no era poseído por la gracia, a la que esperaba, frente a páginas en blanco, o toscamente emborronadas, ayudado por el alcohol y las anfetaminas, a veces de gira como parte de una compañía de teatro. El escritor que, lleno de ruido y furia, como rezan las palabras de Shakespeare que uno de sus autores amados –un rey, diría él– usó para titular un monumento narrativo, se reconcilió con sus paisanos para, un día, comenzar a contar las vidas de algunos de ellos o, mejor dicho, para a través de ellas hablar de la suya, de cómo un día la literatura se le apareció y apaciguó su odio. Ahora, Michon entrega a imprenta, con un ritmo pausado, delgadísimos volúmenes que la editorial Verdier pone a circular con tapas amarillas.
 

3. Michon es un escritor que se halla en las antípodas de, digamos, Maurice Blanchot o, entre nosotros, Salvador Elizondo, para quienes escribir es un acto casi abstracto, cosa mentale realizada de espaldas al mundo. Nuestro autor, en cambio, concibe la vida como una especie de escritura permanente. La prosa, entonces: una suerte de instrumento con el cual es posible hundirse, atendiendo a los sentidos, en el magma de la realidad, para luego reaparecer en la superficie con algunos hallazgos en el bolsillo. Apunta en Vidas minúsculas: «la teoría literaria me repetía hasta la saciedad que la escritura está ahí donde no está el mundo, pero me había dejado estafar: había perdido el mundo, y la escritura no estaba». Cuando la gracia tuvo a bien habitarlo, recuperó el mundo de la mano de la literatura. Es como si la escritura otorgara vida. Ateo no demasiado convencido, Michon cree en el Verbo.

4.
Cuando todos apuestan por la suspensión del sentido, por la literatura como vehículo para expresar nada, como una mera materialidad sintáctica, aparece, de pronto, un autor que confía. La prosa de Michon reinstaura la confianza en la palabra. Su estilo, tentado permanentemente por el clasicismo, cifra su actualidad en una especie de vértigo frente a la diversidad del mundo, al que opone frases dúctiles capaces de apresarlo todo, de descubrir, con una insuperable penetración verbal, todo aquello que hace una vida. Parece apuntar a un género específico, pero éste es transformado en una forma narrativa donde los espacios vacíos de lo factual son sorteados con los instrumentos de la ficción. Michon escribe biografías especulativas dentro de la tradición iniciada por Marcel Schwob en sus Vidas imaginarias (1896), un libro que en nuestra lengua animó volúmenes tan diversos como Historia universal de la infamia (1935), de Jorge Luis Borges, La sinagoga de los iconoclastas (1972), de J. Rodolfo Wilcock, o La literatura nazi en América (1996), de Roberto Bolaño. Así, conocemos lo mismo escenas de vida de los abuelos de Michon (en Vidas minúsculas) que de la de Joseph Roulin, el empleado de correos retratado por Van Gogh en un cuadro que ahora cuelga en una de las salas del Museo de Arte Moderno de Nueva York (Vida de Joseph Roulin, 1988); lo mismo la biografía de Rimbaud (Rimbaud el hijo, 1991) que pasajes biográficos de Piero della Francesca (Señores y sirvientes, 1990).


5.
Si, como ha escrito Slavoj Žižek, el modernismo y el posmodernismo se oponen «por medio de la tensión entre el mito y la “narración de la historia real”», Michon ha dibujado un espacio narrativo animado por una tensa ambigüedad. James Joyce y T.S. Eliot presentaban acontecimientos cotidianos para despertar, a través de ellos, las resonancias del relato mítico, con la intención de dibujar al héroe de su tiempo, el hombre común. Nuestro autor apunta a la modestia esencial de todo lo existente, representa la vida como un puñado de sensaciones e intuiciones que no logran imponerse a nuestra condición de cadáver futuro; si habla de los grandes hombres, lo hace a través del testimonio de la «gente humilde y silenciosa» que alguna vez los rodeó. Y, sin embargo, la manera en que Michon elige narrar esas biografías tiende a radicalizar sus rasgos esenciales: todos terminan convertidos en santos o emperadores. Los escritores, los grandes escritores, concretamente, son, sin más, presentados como la encarnación de una naturaleza dual:
 


Sabido es que el rey tiene dos cuerpos: un cuerpo eterno, dinástico, que el texto entroniza y consagra, y al que arbitrariamente llamamos Shakespeare, Joyce, Beckett, o Bruno, Dante, Vico, Joyce, Beckett, pero se trata del mismo cuerpo inmortal ataviado con pasajeros andrajos; y hay otro cuerpo mortal, funcional, relativo, el andrajo, que se encamina a la carroña; que se llama, y nada más se llama, Dante y lleva un gorrito que le baja hacia la nariz chata; o nada más se llama Joyce, y entonces tiene anillos y mirada miope y pasmada; o nada más se llama Shakespeare, y es un rentista bonachón y robusto con gorguera isabelina. O se llama nada más, y carcelariamente, Samuel Beckett…

En Cuerpos del rey (2002), de donde proviene la cita, las vidas elegidas son las de Beckett, Flaubert y Faulkner. Villon y Hugo. Muhamad Ibn Mangli. En Tres autores (1997) ya había narrado escenas vitales de Balzac, Cingria y Faulkner («Es el padre de cuanto he escrito»). Porque, después de todo, por más que Michon se haya reconciliado con los campesinos de su pueblo, para él la escritura es la forma más alta de vida, caracterizada, lo hemos dicho, por la aparición de la gracia. De ahí que su confianza en el Verbo se traduzca en la convicción casi borgeana de que en los grandes autores la voz personal cede el paso a otra voz, superior y despótica: la de la Literatura. El cuerpo monárquico del escritor es un mero vehículo para que Ella hable, desde el Reino de los Muertos, «algo así como el punto de vista de los ángeles».


6.
¿Importa entonces, después de lo dicho, especificar de qué tipo de textos estamos hablando? Con excepción de El origen del mundo (1995) –el relato resultante de un balzaciano y fracasado proyecto de novela–, la obra de Michon se conforma de ejercicios que, a fuerza de esquivar la definición genérica, tendrían que ser descritos sencillamente como prosas narrativas. No nouvelles, no cuentos, no ensayos, no biografías. Hablamos de un narrador, un artista que entiende que la prosa, en tanto medio expresivo, es un recurso que, como el agua de río, recoge a su paso toda clase de materiales, así como la resina encapsula insectos en el futuro ámbar. El limo de Michon se conforma de aquello que ayuda a dibujar un rostro, de ahí su fascinación por los pintores en Vida de Joseph Roulin, Señores y sirvientes o El rey del bosque (1996). ¿Por qué la prosa y no el verso? En el origen está Rimbaud, pero un autor que comienza a escribir a los 37 años no puede dejarse seducir por la incandescencia del poema: está ya de vuelta. Así, la solución queda situada en un punto de máxima tensión: entre la potencia narrativa de Balzac, la riqueza sensorial de Faulkner y el lirismo de Rimbaud. Como ha visto Ivan Farron, tales son los nombres que conforman la novela familiar de Pierre Michon.

 

7. Hacerse a un lado, entonces. Concentrar todos los recursos, preparar el escenario para que, al final, sea Ella quien hable. No es ya mi voz ni la tuya: es Su voz.

Nota

El lector en español debe saber que, salvo Vidas minúsculas (
Seix Barral), Rimbaud el hijo (Aldus), El origen del mundo (Anagrama), Abades (2002; Alfabia) y Los once (2009; Anagrama), el resto de los textos de Michon traducidos a nuestra lengua ha sido reunido en tres volúmenes: Vida de Joseph Roulin, Señores y sirvientes y El rey del bosque están contenidos en un libro con el título del segundo relato (Anagrama); Cuerpos del rey (Anagrama) compila, además de la obra con ese nombre, Tres autores; El emperador de Occidente (1989) y Mitologías de invierno (1997) comparten una misma edición, con ambos títulos en la portada. Queda por verterse al castellano el libro de entrevistas Le Roi vient quand il veut. Propos sur la littérature (2007).

La Tempestad, México, julio-agosto de 2007. La nota final ha sido actualizada