lunes, 29 de marzo de 2010

Por qué Evo Morales se equivoca con Avatar

Luego de asistir a una sala de cine por tercera vez en su vida, Evo Morales declaró que Avatar es «una profunda muestra de la resistencia al capitalismo y la lucha por la defensa de la naturaleza». Como tantos otros espectadores a los que ha conmovido la eficaz mixtura que ofrece el filme de James Cameron, Morales ha asumido el mensaje explícito del relato, pero no la ideología que lo sustenta. ¿Es Avatar una crítica al capitalismo imperialista y el militarismo estadounidenses?

El mejor análisis de las posiciones de la cinta puede leerse en un texto de Slavoj Žižek anterior a su creación: “El multiculturalismo o la lógica cultural del capitalismo multinacional” (New Left Review, septiembre-octubre de 1997), que en español circula con un título tramposo: En defensa de la intolerancia. En ese potente ensayo, el pensador esloveno escribe, siguiendo a Étienne Balibar: «Cualquier universalidad que pretenda ser hegemónica debe incorporar al menos dos componentes específicos: el contenido popular “auténtico” y la “deformación” que del mismo producen las relaciones de dominación y explotación». Lo primero es fácil de identificar en Avatar: se trata del anhelo de una comunidad verdadera, en relación armónica con el entorno. El problema, sin embargo, es el modo en que la película de Cameron deforma ese contenido: propone una huída de lo real a través de las tecnologías de lo virtual. Avatar no plantea un retorno a lo natural, pues la “naturaleza” que expone no es otra cosa que el ciberespacio (piénsese en la ausencia casi total de sangre), territorio del «capitalismo sin fricciones» (Bill Gates dixit). El filme nos dice que la reconstrucción de la vida comunitaria es posible, siempre y cuando ésta tenga lugar en la realidad virtual: fuera de ella resignémonos a la invalidez (lo sabe Jake Sully, el héroe del relato) y al vicio (la doctora interpretada por Sigourney Weaver fuma sin parar, salvo cuando se enchufa a su cuerpo Na’vi). Avatar expresa la realidad de lo virtual (Gilles Deleuze). Su multiculturalismo en colores pastel participa de un proyecto: la despolitización de la economía.


Evo Morales tendría que ser capaz de distinguir semejantes trampas discursivas, no perder de vista que la fetichización de la otredad (en la línea de Emmanuel Lévinas) atenta contra la articulación de la mismidad (el centro de toda política emancipatoria). El mundo new age de Pandora, con su Mesías venido de afuera –de las entrañas del Imperio–, con sus efectos tridimensionales y su narrativa rutinaria, no es el de la armonía (imaginaria) perdida, sino el de la renuncia a transformar las cosas aquí y ahora.

La Tempestad, México, marzo-abril de 2010

El cuerpo como texto

…mi cuerpo es y no es mío.
Judith Butler


Una suerte de transparencia, al principio. Prosa despojada, campo semántico limitado. Se nos ofrece, aparentemente, la posibilidad de una lectura sin fricciones. Algo emerge desde el fondo, sin embargo. Aparecen grietas, intersticios que atentan contra la tersura. En el texto surgen vacíos, horadaciones. Como en un cuerpo. Los libros de Mario Bellatin (México DF, 1960) funcionan de ese modo. Porque allí donde el texto se abre, donde parpadea, opera la seducción.

En un pasaje de Perros héroes (2003) se habla, por primera vez, del mito de origen: el niño escritor que compone «un libro sobre perros de vidas heroicas». En Underwood portátil. Modelo 1915 (2005) sabremos que ese niño no es otro que el autor: «Quizá todo comenzó cuando tenía diez años. De buenas a primeras se me ocurrió hacer un libro de perros». Inexplicablemente, el proyecto causó un enorme recelo en su familia. En sus reelaboraciones autobiográficas (al mismo tiempo autoficcionales) Bellatin ha dado a esa experiencia un valor determinante: aquel rechazo inaugural constituye el motor de su escritura. Los textos se postulan, de ese modo, como órganos de un cuerpo que se afirma: «Cada uno de los libros es un aspecto de un libro que vengo redactando desde que era niño, basado en la forma de aquellos catecismos de tapas duras y blancas que llevaban un crisantemo atrapado entre sus páginas. El primero tomó forma a los diez años de edad. Trataba de los perros que conocía. De mi visión de ellos. Creo que ahora sigo en la búsqueda de algo similar. De establecer una cierta mirada de las cosas» (Condición de las flores, 2008).


La irrupción de la dimensión autobiográfica –ya presente, y de manera no tan velada, antes de Perros héroes– en la narrativa de Bellatin habla de la voluntad de construirse un cuerpo en el texto. Hay, en esa estrategia, un resorte: el goce. Es inevitable enfrentarse, aquí, a El placer del texto (1973) de Barthes. Si el texto de placer pertenece al terreno de la cultura, apela a la tradición y nos conforta, nos atempera (para decirlo con Lacan), el texto de goce produce grietas en los fundamentos históricos, pone en crisis nuestras certidumbres. Así, quien «mantiene los dos textos en su campo […] goza simultáneamente de la consistencia de su yo (es su placer) y de la búsqueda de su pérdida (es su goce). Es un sujeto dos veces escindido, dos veces perverso». Esto queda claro en El Gran Vidrio (2007), el libro más poderoso del último Bellatin.


¿Un goce perverso, entonces? Piénsese en un detalle. La cuarta de forros describe: «El Gran Vidrio es una fiesta que se realiza anualmente en las ruinas de los edificios destruidos en la ciudad de México, donde viven cientos de familias organizadas en brigadas que impiden su desalojo. El hecho de habitar entre los resquicios dejados por las estructuras quebradas representa un símbolo mayor de invisibilidad social». Ninguno de los tres relatos del volumen alude a ese ritual postapocalíptico de nombre duchampiano. Acaso las ruinas (es su goce) son las del relato tradicional, abatido luego de un siglo sísmico, pero en esos «resquicios» habita una caterva de cuerpos en su mayoría desarticulados, mutilados, deformes, como es costumbre en Bellatin. En medio de la devastación, no obstante, aún es posible escribir (es su placer). Como un vestido que se abre para dejar ver un pedazo de piel, el autor (o su alter ego, el personaje que también lleva por nombre Mario Bellatin) se asoma en los narradores de estas Tres autobiografías, que abordan su pretendido género con absoluto desdén. El hecho fundante reaparece en “Un personaje en apariencia moderno”, protagonizado por una creatura cuya principal característica es «mentir todo el tiempo»: «En realidad me interesa escribir libros. Hacerlos, inventarlos, redactarlos. Sé que apenas puedo escribir mi nombre, pero, casi nadie lo sabe, tengo hecho un volumen sobre perros».
Los relatos de El Gran Vidrio –como antes La jornada de la mona y el paciente (2006) y después Los fantasmas del masajista (2008), Las dos Fridas (2009) y Biografía ilustrada de Mishima (2009)– hacen eco, en su construcción, de La novia desnudada por sus solteros, incluso (1915-23), el célebre Gran vidrio de Duchamp. Para Bellatin la escritura es un continuo –«Escribir para seguir escribiendo»–, una expansión del cuerpo textual. O, para usar las palabras del artista francés, una «materialización inconclusa». Algunos relatos (Demerol sin fecha de caducidad, 2008) son estaciones de paso, tejidos en busca de órgano; otros (El Gran Vidrio) funcionan como entidades semiautónomas, verdaderas narraciones-objeto.

Calvin Tomkins ha escrito sobre el Gran vidrio de Duchamp: «De lo que se trata aquí es del deseo sexual o, para ser más exactos, de la maquinaria de ese deseo sexual». En la parte superior, una suerte de nube perforada representa «el halo de la novia», su desnudamiento, su deseo. El panel inferior, por su parte, es el dominio de los solteros, organizados por una máquina libidinal. Los relatos autoficcionales de Bellatin colocan frente a los ojos del lector cristales que apelan a una falsa transparencia de sentido. Entre el fondo y nosotros se hallan, sobre la superficie, ciertos dispositivos (textuales). El escritor toma el papel de la novia evanescente, que activa la libido de los lectores-solteros. Se sabe que el perverso identifica su goce con el goce del otro.


La grandeza de El Gran Vidrio se halla en su perfección compositiva y la desestabilización que sus piezas producen, pero también en el postulado que lo anima: hay más verdad en la ficción que en la supuesta objetividad autobiográfica. La autoficción es entonces el espacio por el que se accede realmente al autor: un hijo cuyos enormes testículos son exhibidos por la madre en baños públicos, a cambio de diversos regalos (“Mi piel, luminosa”, adelantado en un fragmento de La escuela del dolor humano de Sechuán, 2001); un escritor sin brazo que narra su relación con la sheika de la comunidad sufí a la que pertenece (“La verdadera enfermedad de la sheika”); una muchacha de testimonios oscilantes que, en realidad, es Mario Bellatin (“Un personaje en apariencia moderno”). En este último relato, con una sinceridad que debe asumirse con reservas, el/la narrador/a resignifica la colección de textos: «¿Qué hay de verdad y qué de mentira en cada una de las tres autobiografías? Saberlo carece totalmente de importancia. […] Cambiar de tradición, de nombre, de historia, de nacionalidad, de religión, son una suerte de constantes. […] Pero no para crear nuevas instituciones a las cuales adscribirme. Sencillamente para dejar que el texto se manifieste en cualquiera de sus posibilidades».


Alain Badiou ha escrito en Filosofía del presente (2004) que «los productos posmodernos, ligados a la idea del valor expresivo del cuerpo, y para los cuales la postura y el gesto se imponen sobre la consistencia, son la forma material de un puro y simple retorno al romanticismo». Y sin embargo llama a defender «la totalidad de la producción artística contemporánea contra los actuales ataques reaccionarios». Después de todo Bellatin, romántico oscuro, humorista impiadoso, pasó de escribir simulacros a enfrentarnos, en la última década, a un hecho: todo lector es, a su manera, un perverso.

La Tempestad, México, marzo-abril de 2010

miércoles, 24 de marzo de 2010

Historia de un idiota

¿Qué decir de una literatura que, en el siglo XIX, expresó como ninguna otra el drama del hombre moderno? Una apretada lista de apellidos es suficiente para establecer las dimensiones de aquella aventura: Pushkin, Lérmontov, Turguéniev, Dostoievski, Tolstói, Chéjov, Gógol –el maestro del autor que aquí nos ocupa. ¿Y el siglo XX? Sin distinguir entre aquellos que se exiliaron a causa de la Revolución, los que la abrazaron o quienes fueron aniquilados por su perversa negación estalinista, citemos al menos a Mandelstam, Tsvietáieva, Pasternak, Ajmátova, Platónov, Bulgákov, Jarms, Bábel. Luego de 1945, el conocimiento de la literatura rusa ha ido debilitándose en Occidente, salvo en los casos de autores inscritos en el campo de la disidencia, especialmente Solzhenitsyn, que podría ser considerado el mayor representante del realismo socialista, escuela a la que se oponía en lo ideológico pero a la que, como demuestran sus libros, daba secreta continuidad en lo estético.

Así, la literatura rusa contemporánea es para los lectores en español una gran desconocida. Poco sabemos de lo que se escribió adentro en el período soviético, más allá de las novelas oficiales que circularon entre los socialistas del mundo o de excepciones como Vida y destino de Grossman. De ahí que algunas ediciones recientes inviten al entusiasmo, sobre todo en el caso de un escritor como Mijaíl Kuráyev (San Petersburgo, 1939), guionista cinematográfico que en 1987 saltó al campo literario. La aparición de Petia camino al reino de los cielos (publicada originalmente en 1990) permite apreciar la potencia estética de una voz que sabe convertir las peripecias de la historia en acontecimientos de lectura.

Petia camino al reino de los cielos es, ni más ni menos, la historia de un idiota. Un idiota que, a finales de los cuarenta y principios de los cincuenta –es decir, en los estertores del estalinismo–, pretende colaborar en el establecimiento del orden haciéndose pasar por agente de tráfico. Desde el principio el narrador –que rompe la linealidad con sucesivos saltos espaciotemporales– establece una distancia irónica, encarnada en una prosa de sorprendente riqueza sensorial que, si en un inicio recuerda a Thomas Bernhard, pronto adquiere un ritmo propio, expresivo a fuerza de precisión. Sabemos, ya en las primeras líneas, que Petia morirá. Lo hará de un modo absurdo, poco después del Gran Líder. ¿Qué quiere decirnos Kuráyev? Difícil saberlo. El trasfondo es el universo concentracionario del Gulag, cuyos presos sirven de mano de obra esclava para la construcción de una planta hidroeléctrica secreta en Siberia. Como en Ronda nocturna, de 1988, el escritor ruso narra, oblicuamente, ajeno a cualquier tentación épica, pasajes de la historia moderna de su país donde el poder adquirió formas tentaculares. Y lo hace liberado de rutinas, intercalando digresiones brillantes que nos distancian de los hechos. Escrita en los albores del colapso de la Unión Soviética, Petia camino al reino de los cielos sorprende por su equidistancia ideológica y su ambigüedad alegórica. No son pocos los momentos del texto en los que Kuráyev nos convence de su grandeza.

Texto inédito, escrito en agosto de 2008 para el suplemento Donceles 66, nunca nacido